miércoles, 27 de noviembre de 2019

Parásitos


Hacía mucho que no me sentaba en la fila 3. Quizá influya no poco en esta crítica.

La película de Joon-ho Bong es una montaña coreana. Mientras subes, un malévolo perfume hitchcockniano te presenta a los personajes (excelente presentación desde el fotograma inicial), el problema y las maniobras de unos y de otros, incluyendo una cogorza buñuelesca perfectamente integrada con lo anterior, porque de malévolo a malévolo, Alfred y Luis son referentes perfectos y hasta complementarios.

Llegados a este punto, el escenario contiene cuanto hace falta. Bueno, no todo... Es cuando la montaña inicia su loco descenso con gritos del respetable. La historia gira con una sorpresa abrupta que cambia el tempo de la película en cuestión de minutos.

Y tras una lluvia torrencial muy oportuna, empieza la bizarrada coreana. Lógica, subyugante e incómoda. Desde la fila 3, no digamos.

En este bloque, la violencia obtiene gags crueles que a Tarantino le harán morderse los puños. El mensaje entre lineas -ya sabéis, eso que ahora llamamos "lo social"- es ahora más visible y mucho menos sutil. Aunque es el mismo.

Al final, el bueno de Joon afloja y nos da uno de esos finales sí-pero-no, blandito aunque no feliz. Como dice un gran amigo "¡qué daño ha hecho la escuela la-la-land de finales!".

Así que, en resumen, una película notable. Desde la fila 3, bien.
Muy original, divertida, intrigante, burra y triste. Los coreanos tienen su punto, para qué negarlo.

La próxima, en la fila de los mancos.

martes, 19 de noviembre de 2019

Klaus


Ya dudo de que alguna vez quisiéramos intentar una oposición cultural a lo anglosajón. Si fue así, el imaginario hispano ha perdido hace mucho tiempo esa batalla. Pero no por hermanamiento fraterno, que vendría al pelo hablando de esta película, sino por rendición incondicional de nuestra parte. Nos encantan -de un modo explícito y desacomplejado- su modo de contar, sus melodías, sus temas, sus iconos. Los complejos quedan para lo que se reconozca nuestro, salvo que nos sirva para zumbarlo con sarcasmo marca de la casa.

Y por eso estamos aquí.

Klaus es una película maravillosa, animada por españoles, que se toma profundamente en serio y gracias a eso llega hasta el corazón. Klaus es lo que España nunca produciría para ensalzar los propios referentes, por falta de convicción o de autoestima, incluso la previa a preguntarle al público. 


Así que se desempolvan otros modelos, se consigue la complicidad financiera de Netflix y, de este modo, tienes la oportunidad de hacer una película bellísima sobre el egoísmo, la entrega, el candor, la responsabilidad y la magia. Una película ”de Navidad” prácticamente insuperable en los tiempos que corren.  

Eso sí, a la anglosajona manera. Porque la última obra maestra ambientada en Navidad que se cocinó en esta tierra fue Plácido, de Berlanga, cuyo genio descomunal no retrata precisamente una fiesta de los buenos sentimientos, aunque le quedó española de pura cepa.

Quiero evitar ponerme como un “guardián de las esencias”, con la cantidad de guardianes que ya andan sueltos. Pero, entre los que apuestan por lo aquí cocinado a veces se agradecería algo de fe. Y no hablamos de Santa, ni de San Nicolás. A estas alturas, eso suena a meapilas.

Referencias al margen, cualquiera que no tenga las vísceras de corcho disfrutará de Klaus como un niño. No os la perdáis.


lunes, 18 de noviembre de 2019

Ronco rumor remoto


También hay vida en el Matadero.

El viernes pasado, que hacía un frío matador, la Cineteca de allí proyectó Ronco rumor remoto, de Jorge López Navarrete. Una apuesta personalísima, en blanco y negro, muda, pero sin campanillas taquilleras a lo Cannes. Va de un picapedrero peruano, así que no esperéis al verla coñitas de qualité.

Lo que sí atesora esta película es cabeza, coherencia y emoción. Las de un hombre que quiere dar digno final a la antigua casa en la que vivió su niñez y que ahora está ruinosa y a punto de ser demolida. Pero no le van a explicar a un experto en piedra cómo se tiran muros de lo mismo. Y mucho menos, qué hacer con los restos.

Se trata de una película para espectadores calmados, que puedan pararse en la belleza de los planos, en las ideas estéticas y éticas vertidas en ellos. Hasta en las referencias conscientes e inconscientes del guión (o del público avizor), que construyen algo completamente distinto a lo visto, pero entendible y también interpretable.

Supongo que no faltan aquí decisiones de rodaje y de edición en las que se ha hecho de la necesidad virtud, porque la financiación comercial de películas así (salvo firma de peso que lo tolere), brilla por su ausencia.

Atención al sonido. Y a las secuencias finales, que incluyen un momento espectacularmente truncado.


jueves, 14 de noviembre de 2019

XIV Festival de Cine Inédito de Mérida FCIM

Vuelve mi Festival de Cine favorito.
Una ciudad romana inolvidable.
Amigos de los que hay pocos.
Gran Cine en primicia.
Para no perdérselo.

Gracias por resistir.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Mientras dure la guerra


Con o sin solvencia en la dirección y en la producción, que aquí se tienen ambas, las películas de guerra no suelen destacar por su sutileza, puesto que aún a toro pasado parten de unos buenos y de unos malos (en las guerras que no son nuestras, también). El tema bélico lo facilita, así que resulta paradójico que las películas sobre intelectuales (aún las ambientadas en tiempos de paz), tampoco suelan ser demasiado sutiles, la verdad.

No le vamos a pedir a Amenábar filigranas analíticas. Pero, teniendo en cuenta los antecedentes, no le ha salido mal su apuesta. En primer lugar, porque arma a todos los personajes de razones, incluso a los que cargarán con la maldad de ganar y apoderarse de la victoria por décadas. En segundo, porque el personaje de Unamuno, contradictorio y brillante como pocos, parece concitar hoy en los españoles algo que de un tiempo a esta parte va cayéndose a tiras: el respeto.

Además, Amenábar tiene a un actor magnífico para encarnar a Don Miguel (Karra Elejalde) y otro (Santi Prego) que no sólo aporta el parecido físico y la vocecita de Franco, sino que se lo curra bien para matizar al astuto gallego que va a hacerse con el mando militar y del Estado “mientras dure la guerra”.

El falangista con bigotito, pelazo engominado y dos dedos de frente no comparece en primer plano de esta película “tibia”, aunque de posición más que clara. Las atrocidades del bando sublevado, que podrían recrearse dado que todo sucede en su zona, se resuelven en elipsis (los disparos lejanos, las desapariciones, los informes) o insinuaciones tolerables (unos cadáveres de cuneta, una viuda desgarrada, una detención sin papeles, a las bravas).

Por descontado, algunos detalles juegan al oportunismo o a la adhesión. Los más evidentes: que las regiones nombradas son las habituales, con lo que se diría que nunca encajaron, que España es lo demás, cuando todo es España, menos mal que Unamuno está ahí para decirlo. La bandera que lleva la peor parte es también “la de siempre”, o lo que es lo mismo, la que debe representar el inmovilismo de carcundia y uniforme, la rojigualda.  El obispo, que apenas abre la boca pero la abre mal, está donde suelen los obispos del género, y el único “meapilas” amable tiene que ser un pastor protestante y masón (como lo es también el militar más sensato de la Junta).  

Sin embargo, que no se encrespe el guardián de las esencias gruñendo ante las reescrituras “ideológicas” del cine que no lucen su letra. Para empezar, son inevitables. Hasta Ford, que le daba valor y caballerosidad a los dos bandos de la Civil americana, tiene claros favoritos.

Y para seguir, nadie puede ni quiere asegurar, en el cine o fuera de él, lo que hubiera pasado si la República gana la guerra española. ¿Progreso sin revancha? ¿Comunismo del chungo hasta la caída del Muro? ¿Posguerra sucia y aperturismo en los 60? Vaya usted a saber.

Lo que no admite discusión son los  nombres, apellidos y graduaciones de quienes se enfrentaron al gobierno elegido en las urnas. También los que despelleja Unamuno por incapaces de evitar que las organizaciones, partidos y sindicatos se desbocaran, de noche o a plena luz. Aquel era, desde luego, un tiempo de extremos enconados. Del que sólo sabemos resolver a tiros y el clásico “sólo puede quedar uno”.

Por eso, en mi opinión, el momento en el que la película roza la grandeza y conmueve de verdad, no es tanto el del discurso unamuniano en el atril, sino aquel en el que dos españoles discuten en mitad del campo, sin llegar a una acuerdo, pero sin matarse.