El día que ví por primera vez a Lauren Bacall en una pantalla dejé de
jugar a indios y vaqueros y empecé a jugar a detectives californianos. Las
chicas del Oeste enseñaban muslo y escote pre-wonderbra, pero no miraban como la
“Flaca”, una mujer en blanco y negro que se movía como un gato de tejado, lucía
una cabellera luminosa y orgánica, sonreía peligrosamente y fumaba mejor que Bogart.
Me rendí sin condiciones, como
lo haría Humphrey cuando rodaron Tener y no tener, porque Bacall lo
tenía todo, incluyendo esa voz profunda que combina mejor con los tragos en
noches de charol, timba y chantaje.
Era de un tiempo del Cine que no volverá,
en el que cualquier imagen congelada de la película podía ser portada de Harper´s
Bazaar, como ella lo fue con 17 años. El glamour de su década hace hortera todo
el siglo XXI.
Sabía actuar en blanco y negro y en
color, en intriga y en comedia, como hija de magnate, como mujer de magnate,
como líder de una conjura para asesinar en el Orient Express, como madre de
Barbra Streisand, ganándola de paso por la mano en carisma, gracia y finura
interpretativa.
Fue viuda de Bogie, amiga de
Spencer y Katherine, compañera de Marilyn. Aguantó diez años el talento y la
sed de Jason Robards. Se mudó a Nueva York, donde su magisterio en Broadway era
incuestionable. Hasta se despachó con dos papeles para Lars Von Trier y una
intervención en los Soprano sin apenas despeinarse.
En 2009 le dieron un Oscar honorífico,
de esos que tratan de enmendar las injusticias académicas y lo hacen, en cierto
modo. Salió al escenario con la elegancia intacta, la que podía permitirse una estrella
longeva que nunca se operó ni las patas de gallo, firme y hermosa como un viejo
tigre.
En agosto de 2014, con casi noventa
años, el último mito de Sunset Boulevard dejó de intimidarnos con aquella mirada
irrepetible. Anoche, cuando me enteré de la noticia, salí al jardín, encendí un
cigarrillo y me puse a silbar en su memoria.
Bonito homenaje. Un lujo, como siempre. Gracias.
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