No he leído El tiempo entre costuras. No por nada, hasta lo tengo en
casa, esperando turno como otros muchos libros. Pero, por lo que llevo
oído, tengo la sensación de que es una historia cuyo éxito radica en gran
parte en la apuesta de la narradora por la Aventura. Ese género que antes
estaba más enfocado a los lectores y que ahora es favorito de las lectoras que
quieren grandes heroínas embarcadas en grandes epopeyas personales, con su
parte romántica, su aderezo cosmopolita, su fondo histórico, sus intrigas y sus
cosas.
Hubo un tiempo en que al autor que utilizaba estos mimbres, si quería
hacérsele un elogio, le nombraban nuevo abanderado del “placer de narrar”.
Hacer aquí y ahora una serie de televisión de un libro de este género
entraña grandes riesgos, aunque el libro haya sido un fenómeno de ventas o
incluso por eso. Hay mucho escenario, mucho personaje y mucha emoción sumados a
la dificultad de retratar una aventurera de la primera mitad del siglo XX en
España o sus protectorados sin caer en lo rancio ni en el falsete.
Para esto los anglosajones tienen cierta ventaja: No han de
vérselas con una guerra civil que sigue levantando ampollas a diestro y
siniestro (cuando no tremenda pereza) y cuentan con una larga tradición
narrativa en papel y pantalla de viajeros ingleses transitando con distinción
por sus colonias el fragor del siglo.
En ese sentido, los dos primeros episodios de la serie que adapta para la
televisión El tiempo entre costuras, resuelven con habilidad la tensión
prebélica de la Península (obviándola en un 90 por ciento) y cuentan muy pronto
con un escenario donde la aventura empieza, ideal para la atmósfera que una
aventura precisa: Marruecos.
Convertir la inestabilidad capitalina del momento previo al golpe
militar en algo que a los protagonistas poco o nada les interesa resulta
razonablemente verosímil si tenemos en cuenta que se trata de costureras en un
taller y que los hombres con papel son un pobre enamorado sin ambiciones y un
guaperas canalla. Personas a las que la política les importa poco, más allá de
lo que afecta al avituallamiento diario, al flujo de trabajo, al puesto en la
administración, a las posibilidades para el amor.
Y de ahí, al cosmopolitismo de Tánger años 30, donde el escenario
permite darle espacio y tiempo al personaje central para empezar a sufrir,
convertirse en proscrita, hacer enemigos, conseguir aliadas y recuperar su
aguja de coser.
Todo narrativamente aseado y atractivo a la vista gracias a un esforzado
diseño de producción que no escatima en reparto, vestuario, interiores, ciudad
y paisaje.
Supongo que estáis esperando el "pero..." Tenía que llegar, claro.
Y es que estas series "de época", amigos míos, las hacía TVE sin despeinarse hace un porrón de años democráticos. Ahora parecen (o son) un lujo de tal magnitud que su buena factura se vende como un valor en sí mismo, si no el principal, cuando no lo es. O no basta. Los guiones necesitan nervio, los intérpretes talento y buena dicción, la cámara sensibilidad, el montaje ritmo. Y en todo esto, lo que va de serie mantiene el tipo a duras penas.
Nada que decir a la elección de la protagonista. Adriana Ugarte es una actriz muy capaz, además de guapa, que puede aguantar sobre su espalda cuantas aventuras le pongan por delante. Pero el primer galán que le echan al ruedo, mas allá de la percha de Brosnan castizo (o cubano) que luce, es un error de casting que sospecho ha necesitado de la muleta del doblaje. Raul Arévalo hace lo que puede con un papel blando, de vuelo corto, y la madre de la heroína (Elvira Domínguez), su jefa (Elena Irureta) y la amiga de taller (Pepa Rus), tienen tablas suficientes para resolver lo poco que hasta ahora les toca.
Pero llegamos a Marruecos y las elecciones actorales se hacen más discutibles. Uno se imagina a la recientemente desparecida Amparo Soler Leal en sus buenos tiempos, haciendo el papel de Candelaria y regentando la pensión en lugar de Mari Carmen Sánchez, y hasta las mismas líneas de diálogo parecen otras. Por no hablar de sus pensionistas. ¡Con los característicos que ha tenido el cine español! Cualquier reparto de Berlanga o Camus te llenaba de verdad un momento cotidiano, un lance dramático, un detalle de simpatía o una bronca con una solvencia que parece hoy desaparecida.
Claro que, para ser justos, hablamos de gente dirigida por Berlanga o Camus, diciendo los diálogos de sus guionistas. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido plantear de un modo tan poco creíble la escena en la que dos mujeres de aquella época van a una taberna de Tetuán para ver quién les compra un montón de pistolas. ¡Y lo que le hubieran sacado a la potencia narrativa de esa noche en la que Sira sale a jugársela por el laberinto de la ciudad disfrazada de mora!
La puesta en escena debe ser la simbiosis perfecta entre decorado,
actores y movimiento de cámara. En varios momentos (es curioso, en especial
cuando Sira cose), la puesta en escena de esta serie toca el cielo, captura la
esencia de una historia con grandes aspiraciones narrativas. En otros, por
desgracia demasiados, la cámara se limita a grabar lo que pasa sin cuidar el encuadre, sin
criterio para decidir qué asunto o frase pide un primer plano, un plano medio o
un plano general. Si hay que seguir a los personajes con travelling o
distribuirlos por el set en función de su peso durante la escena. Cosas todas
que los grandes directores del pasado hacían con una soltura tan asombrosa que
parecía simple sentido común más que estilo.
Pero quedan nueve capítulos. Seguramente, la serie va a
crecer y, en cualquier caso, el espectador se acomodará en su lenguaje. A mí, de momento, me
deja el sabor agridulce de lo que tuvo recursos para ser grande y ya es difícil que llegue a serlo.
La Cadena de TV que la emite, por descontado, resalta machaconamente el esfuerzo sin
competencia que ha sido capaz de realizar. La valiente costurera tiene un vestido caro y parece que eso es lo que más importa.
Quedará para
siempre la incógnita de lo que hubiese podido ser su aventura en la gran
pantalla, con ese dineral, pero en otras manos más curtidas.