El último cine español está
intentando a través de propuestas de género que el espectador joven se reconcilie
con él. Durante décadas, con una identidad mucho más reconocible que la actual,
se dirigió casi en exclusiva hacia un público mayor de treinta años (con excepciones puntuales
como el “cine quinqui” o los Cracks de
Garci en los Ochenta). Y luego ha gozado
de tirones taquilleros y reconocimiento gracias a incorporaciones novedosas,
como la garra visual de
Alex de la Iglesia, el gamberrismo de
Santiago Segura, la originalidad de
Medem, la
sensibilidad indie de la primera
Coixet, la "jamonópera" de
Bigas Luna, el oído para la calle de
León de
Aranoa o el primer
Mañas, la autoría estratosférica de
Almodóvar.
En paralelo,
Amenábar inauguró con
Tesis una nueva vía de acceso al público: despojar a las historias de identidad geográfica o cultural para realizar productos "globalizados" donde la solvencia de la trama se bastase por sí misma. Donde la universalidad no fuese consecuencia del localismo, sino que estuviese de partida al omitir referentes de origen más allá del idioma. Sus dos primeras películas, ambas fascinantes y de gran éxito, demostraron la eficacia de su fórmula, a la que le fue introduciendo variaciones y referentes según evolucionaron sus inquietudes. Seguramente porque para él no era una fórmula, comercialmente entendida. Eso es más cosa de productores.
En cualquier caso, había dejado una puerta abierta por la que entraron
Mateo Gil con su
Nadie conoce a nadie,
Monzón y
La caja Kovak,
Balagueró con
REC,
Bayona y
El Orfanato. El cine de género encontraba nuevos espacios y, en manos de cineastas con voz propia, se adaptaba al terreno del policíaco en títulos como
La caja 507 de
Urbizu,
Celda 211 de
Monzón en su mejor propuesta
hasta la fecha o el último
Grupo 7 de
Alberto Rodríguez, por hacer corta la lista.
Al mismo tiempo, algunos productores españoles miraron hacia Argentina que, aportando más talento que plata, consiguió bombazos como
Un lugar en el mundo, Martín Hache, El hijo de la novia o
El secreto de sus ojos. Películas sin género, universales, con éxito y premios. Coproducidas, pero inconfundiblemente argentinas.
Y entre tanto, coqueteos aislados aparte (a dos por década), como el de
Río abajo de
Borau y
Remando al viento de
Gonzalo S
uárez en los ochenta o
Perdita Durango de
De la Iglesia y
Two Much de
Trueba en la década siguiente, algunos más se animaban a rodar con el idioma de
Los Otros (de nuevo Amenábar). En inglés serían, ya en este siglo,
Los Crímenes de Oxford (de nuevo Alex), los terrores de la
Fantastic factory (Balagueró y especialistas foráneos como
Brian Yuzna),
Ágora de Amenábar,
Blackthorn de
Mateo Gil... hasta llegar a
Cortés y su
Buried, Bayona con su
Lo imposible o
Muschietti y su
Mamá.
La versión más depurada de este planteamiento -película con financiación española, pero en inglés- la pone
Vicky, Cristina, Barcelona, donde se financia a
Woody Allen y éste consigue armar una historia en la que el idioma de los personajes autóctonos adquiere categoría de gag (y la identidad catalana también).
La tendencia se bifurca enseguida y, junto al creciente número de películas directamente rodadas en inglés, se vienen produciendo otras que, aunque habladas en español, responden explícitamente a moldes anglosajones de consumo.
Los últimos días y
Combustión son los ejemplos más recientes -hay muchos más en camino- de esta especie de rendición que se me antoja suicida. ¿Para qué pagar la entrada por una copia barata teniendo por el mismo precio el lujoso original?
Así las cosas, reforzadas por la especial predilección de las cadenas televisivas hacia la producción de este tipo de apuestas, lo que se filma manteniendo cierta identidad (aún a riesgo de reducir su público una vez más al eminentemente adulto), se queda en cifras simbólicas por su falta de promoción, sus estrenos limitados y, no pocas veces, su poco interesante relato. Acaba, en fin, figurando en los papeles como el cine subvencionado no rentable y, por tanto, sobrante.
Con todo, un factor incomprensible como ningún otro atenaza todas estas fórmulas más o menos desafortunadas de sobrevivir como industria: Sus cabezas más visibles (los intérpretes) y los medios responsables de promocionarla o difundirla resultan ser colectivos que se entregan cada día a la adoración y el cuidado de su competidor más directo.
Si en los momentos en los que
Coronado promocionaba el papel por el que ganó el
Goya,
El País le reunía con la
Verdú para que juntos recrearan en una sesión de fotos a personajes de
Blade Runner,
Bond,
Cleopatra,
Bonnie and Clayde,
Batman, etc., e
l Cinemanía de este
mes da otra muestra muy elocuente de este problema en su reportaje “Cartelera
de estilo”, que consiste en recrear carteles de famosas películas con -de
nuevo- actores y actrices españolas que se prestan encantados al homenaje. Éstas son las
películas homenajeadas: El gran Gastby de Clayton, Perdición de Wilder,
Rebeldes sin causa de Ray, Bullit de Yates, Annie Hall de Woody Allen, Buscando
a Susan desesperadamente de Seidelman.
Títulos míticos
españoles, o tan siquiera europeos recreados para la ocasión: Cero.
A lo mejor soy un
aguafiestas o un tocapelotas, pero a mí esta cinefilia excluyente me transmite
un mensaje bastante directo: Éste es el cine que de verdad nos gustaría hacer,
el que nos gusta ver, del que nos gusta hablar: El de ellos.
Y esta impresión no
lleva implícito que, por contra, debamos mirarnos el ombligo ni glorificar la
España “eterna”. Pero entre ponerse autárquicos o casticistas y este papanatismo
recurrente, debería existir algo alternativo que demostrase cierto criterio de
marca.
Porque después el público, ya se sabe, mitifica lo
que está sobre los pedestales.