Por no
remontarnos a los encantadores tiempos del blanco y negro deslumbrante
del Indio Fernández, en plena Edad de Oro del cine mexicano, y a las idas y venidas de intérpretes de un país a otro (Sara Montiel a México, Jorge Negrete a España); o remitirnos al
poderoso Cinema Novo brasileño de los 50 y 60, que al fin y al cabo se hablaba en portugués y no en español, adelantaremos unas décadas hasta
llegar a finales del siglo pasado para que el cine iberoamericano vuelva a
trascender por penúltima vez los mercados eminentemente locales.
Después de un
tiempo de inexplicable incomunicación transoceánica (exceptuando el interés puntual propiciado por el Oscar a Argentina con La historia oficial), apenas hubo intercambios cinematográficos exitosos hasta que a principios de la década
de los noventa surgieron desde cuatro países muy distintos otras tantas
películas que conquistaron el corazón de los espectadores de todo el mundo y, en
especial, de los de habla hispana: Como agua para chocolate de
Alfonso Arau (México), Un lugar en el mundo de Adolfo
Aristarain (Argentina), La estrategia del caracol de Sergio
Cabrera (Colombia) y Fresa y chocolate de Tomás Gutiérrez Alea
(Cuba).
Colombia como
gran sorpresa y Cuba, México y Argentina desde cinematografías consolidadas y
mantenidas en el tiempo, incluyendo reconocimientos internacionales y figuras
de gran prestigio, volvían a colocar en taquilla al cine del sur de Rio Grande
cosechando premios, nominaciones, fantásticas críticas y contundentes
recaudaciones.
España también
se rindió ante el talentazo y originalidad de estas cuatro historias
humanísimas que le redescubrían un México exacerbadamente romántico, la hermosa
y estancada Habana, la Argentina profunda y la palpitante Bogotá del ingenio
cotidiano.
Los acentos y
expresiones propias de cada país no fueron ningún obstáculo para que el
espectador español siguiese las películas con facilidad y agrado. Dicen en
América que los peninsulares hablamos a toda leche y que eso hace más difícil
comprender los diálogos del cine español, pero tampoco resulta fácil la
velocidad argentina ni la forma cubana de frasear para un español que ve la
mayoría de las películas dobladas por profesionales que vocalizan a la
perfección. Como sucederá igualmente entre los de América con películas de
naciones que parecen vecinas, pero pueden serlo tanto o tan poco como España.
Lo que sucede
es que cuando las películas llegan y emocionan, todas las diferencias resultan
irrelevantes. Y así sucedió con éstas cuatro: La maravillosa historia de amor y
magia gastronómica en el México de la Revolución; el cuarteto de titulados
(maestro, doctora, monja y geólogo), tratando de hacer digno al pampero pobre
frente al cacique local; la comunidad de vecinos llevándose en secreto la casa
a cuestas antes del desahucio y el homosexual desahuciado por el régimen de
Castro enseñando al castrista -y de paso al espectador- a vivir desde el
respeto, son cuatro triunfos del cine latinoamericano que perdurarán en el
tiempo.
Parecía el
comienzo de un diálogo renovado a través del cine, pero pocas películas
iberoamericanas posteriores pudieron aterrizar en las salas españolas, con la
esperanza de repetir aquel éxito, hasta que llegaron dos nuevos trallazos con
los que empezó la década del 2000: Amores perros de Iñarritu
y El hijo de la novia de Campanella.
Continuará...
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