No se puede alcanzar la armonía perfecta. Ni haciendo una película ni criticándola. Ese milagro queda para Miguel Ángel y su David, Velázquez y sus Hilanderas, Tchaikovsky y su concierto para violín y orquesta en Re mayor.
El personaje central de esta nueva cinta de Ranu Mihaileanu, tan imperfecta como inolvidable, es Andrei Filipov, el mejor director de orquesta de la Unión Soviética hasta que Brezhnev le condena al ostracismo con toque de crueldad añadida, porque durante los siguiente treinta años tiene que ganarse la vida fregando los suelos del que fue su teatro –nada menos que el Bolshoi-, mientras sueña despierto con la ejecución del concierto para violín y orquesta más famoso de la historia de la música.
De pronto, un golpe de suerte pone en sus manos la oportunidad de regresar, actuando en el Teatro de Châtelet de París. Tiene que saltarse todas las reglas, pero no le importa. Y sus músicos de hace treinta años, que también se vieron obligados a abandonar la música, están dispuestos a seguirle aunque han adquirido un puñado de malos hábitos con el paso del tiempo.
El primer violín les espera en Francia. Se trata de la súper-estrella Anne-Marie, interpretada por la cada vez más fascinante Mélanie Laurent. Un misterio la envuelve y eso añade intensidad al relato, que oscila entre la comedia francesa desmelenada y la tragedia rusa interior.
Siendo estrictos, a partir de estos planteamientos decididamente brillantes, la peripecia resulta poco verosímil; el equilibrio entre el encanto coral de los chapuceros entrañables y el sentimiento ruso de la pérdida, la redención y el honor, se tambalea en más de un momento. Milhaileanu no tiene el vitriolo matemático de Berlanga ni la habilidad emotiva de Capra, que además resultan realmente difíciles de combinar. Pero eso siendo estrictos. Y estricto era también el comunismo soviético y miren cómo le lució el pelo.
Ésta es una película para dejarse llevar, despojarse de la piel de rinoceronte que se nos va poniendo a los críticos a fuerza de análisis y permitir que los ojos se humedezcan y la risa brote. Disfrutar con la elegancia interpretativa de Aleksei Guskov (Filipov), la humanidad desbordante del magnífico Dmitri Nazarov (Sacha), la fuerza femenina de Anna Kamenkova (Irina), el talento cómico de Valeriy Barinov (Iván) o François Berléand (Olivier), la bella contención de Miou-Miou (Guylène), la pasión a la europea de Mélanie Laurent… Y llegar en volandas a los últimos veinte minutos de película, donde Tchaikovsky te agarra el corazón y demuestra lo que es capaz de producir la música.
Ahí arrasa Milhaileanu, filmando el concierto con hábiles recortes, pero aguantándolo en pantalla el tiempo necesario, que es mucho, sabedor de su fiereza emocional gracias a ese violín solista que va creciendo en virtuosismo al mismo tiempo que nuestra sensibilidad, mientras la orquesta inicialmente insegura se “pega a su rueda” y encaja, se eleva, recupera su orgullo y lo lanza con felicidad desbordante al patio de butacas del teatro y del cine. La cámara y el montaje se vuelcan de un intérprete a otro y las miradas, los dedos sobre el instrumento, el arpa, la batuta... todo funciona como una arrolladora partitura. Ojalá las secuencias paralelas que explican qué pasó después hubieran renunciado a cualquier línea de diálogo. Aún así, Ranu sabe muy bien cuál es el plano final. El momento en el que las rosas se arrojan sobre el escenario del Châtelet mientras el director y la violinista se abrazan con la felicidad que debe producir la perfecta armonía.
El personaje central de esta nueva cinta de Ranu Mihaileanu, tan imperfecta como inolvidable, es Andrei Filipov, el mejor director de orquesta de la Unión Soviética hasta que Brezhnev le condena al ostracismo con toque de crueldad añadida, porque durante los siguiente treinta años tiene que ganarse la vida fregando los suelos del que fue su teatro –nada menos que el Bolshoi-, mientras sueña despierto con la ejecución del concierto para violín y orquesta más famoso de la historia de la música.
De pronto, un golpe de suerte pone en sus manos la oportunidad de regresar, actuando en el Teatro de Châtelet de París. Tiene que saltarse todas las reglas, pero no le importa. Y sus músicos de hace treinta años, que también se vieron obligados a abandonar la música, están dispuestos a seguirle aunque han adquirido un puñado de malos hábitos con el paso del tiempo.
El primer violín les espera en Francia. Se trata de la súper-estrella Anne-Marie, interpretada por la cada vez más fascinante Mélanie Laurent. Un misterio la envuelve y eso añade intensidad al relato, que oscila entre la comedia francesa desmelenada y la tragedia rusa interior.
Siendo estrictos, a partir de estos planteamientos decididamente brillantes, la peripecia resulta poco verosímil; el equilibrio entre el encanto coral de los chapuceros entrañables y el sentimiento ruso de la pérdida, la redención y el honor, se tambalea en más de un momento. Milhaileanu no tiene el vitriolo matemático de Berlanga ni la habilidad emotiva de Capra, que además resultan realmente difíciles de combinar. Pero eso siendo estrictos. Y estricto era también el comunismo soviético y miren cómo le lució el pelo.
Ésta es una película para dejarse llevar, despojarse de la piel de rinoceronte que se nos va poniendo a los críticos a fuerza de análisis y permitir que los ojos se humedezcan y la risa brote. Disfrutar con la elegancia interpretativa de Aleksei Guskov (Filipov), la humanidad desbordante del magnífico Dmitri Nazarov (Sacha), la fuerza femenina de Anna Kamenkova (Irina), el talento cómico de Valeriy Barinov (Iván) o François Berléand (Olivier), la bella contención de Miou-Miou (Guylène), la pasión a la europea de Mélanie Laurent… Y llegar en volandas a los últimos veinte minutos de película, donde Tchaikovsky te agarra el corazón y demuestra lo que es capaz de producir la música.
Ahí arrasa Milhaileanu, filmando el concierto con hábiles recortes, pero aguantándolo en pantalla el tiempo necesario, que es mucho, sabedor de su fiereza emocional gracias a ese violín solista que va creciendo en virtuosismo al mismo tiempo que nuestra sensibilidad, mientras la orquesta inicialmente insegura se “pega a su rueda” y encaja, se eleva, recupera su orgullo y lo lanza con felicidad desbordante al patio de butacas del teatro y del cine. La cámara y el montaje se vuelcan de un intérprete a otro y las miradas, los dedos sobre el instrumento, el arpa, la batuta... todo funciona como una arrolladora partitura. Ojalá las secuencias paralelas que explican qué pasó después hubieran renunciado a cualquier línea de diálogo. Aún así, Ranu sabe muy bien cuál es el plano final. El momento en el que las rosas se arrojan sobre el escenario del Châtelet mientras el director y la violinista se abrazan con la felicidad que debe producir la perfecta armonía.
Ya lo dije en otra ocasión en este foro, pero El concierto me parece magnífica, vibrante, con ese toque de comedia clásica que nace y se desarrolla sobre conceptos tan dramáticos como la identidad,tanto personal como nacional, la frustración, la búsqueda de la trascendencia que es inherente al arte o la represión. Todo combinadao en un cóctel explosivo, que no Molotov, ¿qué hubiera dicho el célebre misnistro de asuntos exteriores soviético de este canto a la libertad del ser humano?
ResponderEliminarCoincido con Fernando en que hay que entrar en ella, si te dejas llevar por su encanto estás perdido y la fuerza de las imágenes y de la música te harán partícipe de una película que rebosa humanidad.
Gracias por la recomendación, estuve a punto de dejarla pasar. Por cierto, imprescindible V.O.
ResponderEliminarNo sé si este es el lugar apropiado para decir esto, pero yo extraño la crónica de Nerea sobre Alicia en el país de las maravillas. No sé si es que al final no pudo ir, o es que está preparando una crónica de esas de traca. Nerea, Darling, te estamos esperando.
ResponderEliminar“El concierto” tiene muy buena pinta, la verdad.
Magnifica,rebosante, esplendida, humana...
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