He rescatado Queimada del lote en el que guardo tantas películas que me impresionaron hace 20 años pero no he vuelto a ver. Tener muchas más rayas en la piel obliga a verlas de nuevo, porque lo que cuentan se enriquece con lo que ahora sabes.
Ésta de Pontecorvo, como todas las obras mayores que llevan su firma, es demoledora. Brando no lo sabía, pero le quedaban tres películas memorables por delante (nada menos que El Padrino, El último tango en París y Apocalipsis Now), solo tres, antes de convertirse en un compulsivo comedor de helados que se asomaba a producciones comerciales o directamente nefastas cuando se aburría de engordar en su mansión, quería facturar una cifra récord o mamonear un poco por ahí.
Aquí está perfecto como el inglés que cocina una revolución de encargo y luego de encargo la desactiva. Primero quiere echar a los portugueses para que la isla sea independiente y comercie con otras potencias, luego plegarla a las exigencias de la Sugar Company de turno, gobierno títere incluido.
En medio, la amistad que forja con el resistente José Dolores (el colombiano Evaristo Márquez), que pasa de esclavo a ladrón, de guerrillero a general, de general a mito. Todo ello sin saber una miaja de cómo se gobierna un Estado soberano, lo que constituye su perdición frente a Estados con mucha práctica en gobierno, comercio y hasta invasiones de soberanías ajenas para que ese comercio sea más y más pujante.
El eficiente agente Walker (Brando), primero asalariado de la Armada británica, diez años después de la Sugar Company, sabe lo que hay que hacer para conseguir el éxito de su empresa, pero lo va haciendo más a su pesar cada vez, dado que esa amistad forjada en licores y heroísmos debe morir en el empeño. Hasta la amistad de los actores, entre la estrella y el desconocido, se parecía a la del film.
Esta película es el reverso deprimente, caribeño y talentoso de la película italiana sobre la Isla de las Rosas. Una cosa es contar con un territorio libre y otra muy distinta gobernarlo, preservándolo frente a los demás, que ya tienen más conchas que un galápago e intereses contrarios a los tuyos.
Al final, siempre se queman los mismos sembrados, las veces que hagan falta, y el resultado beneficia a quién puede permitírselo. En Queimada y en países menos imaginarios.
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