jueves, 23 de abril de 2015

sábado, 11 de abril de 2015

El último lobo


Jean Jaques Annuad tiene ya 73 años, así que no es probable que le queden muchas películas por hacer. Para la historia deja En busca del fuego, El oso, El nombre de la rosa o Enemigo a las puertas, y para el olvido todo lo que vino luego.

Annaud fue grande y eso se nota  a la hora de rodar en la estepa de Mongolia, el mejor personaje de su nueva película. Pero El último lobo parte de un guión indigno del esfuerzo que a buen seguro supuso filmar allí.

La historia de los dos estudiantes urbanitas de la China de Mao que en plena revolución cultural fueron enviados a una región remota para impartir conocimientos que sus habitantes no necesitan, naufraga en cada frente, salvo el de la belleza del paisaje y su fauna indomable.


Un arranque preciso que ilustra la llegada de esos jóvenes de raza “han” al confín de China promete un proceso de inmersión personal en la vida esteparia que de inmediato se despacha con un “seis meses después” tan desaconsejable como contraproducente. A partir de ese momento, todos los temas que la película apunta (la relación de los mogoles con la naturaleza, la extinción anunciada del nomadismo frente a la organización sedentaria de la tierra, la política cuadriculada de un gobierno lejano que desconoce la idiosincrasia de sus pueblos, las relaciones entre personajes, la distinción entre el cariño malentendido y el verdadero respeto hacia el animal salvaje, la importancia humanísima de soñar con los muertos…), cada asunto con potencial se malgasta en una narración deslavazada que fía su eficacia a escenas de gran belleza pero significado confuso o dudoso.

Los mogoles, más allá de los rasgos faciales, algunos detalles dialogados por su anciano líder y un par de cabalgadas impagables, podrían ser manchegos, rusos o de Nebraska. Los estudiantes "extranjeros" carecen de complicidad real, su misión instructora es inexistente, su aprendizaje nulo. Algunas situaciones relacionadas con los lobos son clamorosamente absurdas  y, en no pocos momentos, se tiene la sensación de que han caído escenas relevantes en el montaje final sin los debidos ajustes de lo que queda para la pantalla. Todo ello, aderezado con una banda sonora monótona y subrayante.

Una verdadera lástima, porque el primer encuentro del protagonista con la manada de lobos, los procedimientos de ésta en su caza de gacelas, la noche tempestuosa en la que acosan a la yeguada, el lobezno amamantado por la perra o el plano final en el que se cruzan las miradas del hombre y la fiera, recrean esa película que El último lobo debió ser.

Un aullido a la luna por el talento de Annaud.


martes, 7 de abril de 2015

25 kilates



Hace no mucho, tres grandes intérpretes se reunieron en este entretenimiento agreste para dar otra perla del negro a la cinematografía nacional. El género parece brillar últimamente gracias a UrbizuMonzón y Rodríguez. Pero esta película, menos ambiciosa, menos medida, pide su espacio junto a las de estos directores en ese ciclo que TVE nunca programará.

Aída Folch se come la cámara, no importa el corte de pelo y que lleve ropa o no. Francesc Garrido es un camaleón que no siempre puede demostrarlo y lo hace aquí. Manuel Morón es punto y aparte. El resto arropa, entre el cliché de guión y el actoral oficio.

Dirige con nervio Patxi Amezcua, que luego pinchó en Séptimo (¡¡con Ricardo Darín y Belén Rueda!!), un guión propio que no se mete en honduras pero que no defrauda. Ritmo, corrupción, violencia y mugre. Una chica y una pistola. 

Si fuera francesa haríamos reverencias injustificadas. Aquí basta con recomendarla.

viernes, 3 de abril de 2015

Birdman


Iñárritu sin Arriaga  ha ganado en linealidad y aquí la lleva al extremo en un plano secuencia de virtuoso (hábilmente falseado cuando toca elipsis), para contarnos la última batalla de un actor oportunamente encarnado por Michael Keaton

El que fuese primer Batman de la nueva era superheroíca de Hollywood interpreta para Iñárritu a un actor que se condenó igualmente a la fama con un papel de superhéroe, Birdman, que aún le atormenta. Quiere redimirse profesionalmente estrenando en Broadway y vive los días previos al debut en medio de un caos teatral, emotivo, económico y familiar que se condensa, se enrosca y se desdobla durante dos horas que pasan volando.

La película tiene una primera mitad prodigiosa, no solo técnicamente, sino en su economía y riqueza narrativa. Todo lo que necesitamos saber de cada uno de los personajes, del contexto en el que se desenvuelven, del reto a superar y de los riesgos que jalonan el camino se muestra sobre pantalla con fluidez, en el orden adecuado, deteniendo la cámara donde hay que hacerlo y solo el tiempo imprescindible. Durante más de una hora, parece que estamos asistiendo a una versión actualizada de Opening night de Casavettes, con más presupuesto y menos talento, aunque no poco.

Luego el desarrollo evoluciona y se fractura en diferentes frustraciones, avances y retrocesos que terminan de vestir el cuadro y dirigir al protagonista hacia su objetivo, seriamente tocado de egolatría y miedo. Encadenando mentiras decididas y verdades afiladas, momentos brillantes y alucinados en el escenario y en los camerinos, en el bar y en la azotea. 

Los intérpretes, con Keaton a la cabeza (pero ojo a NortonWatts y la pequeña Stone), saben que tienen un caramelo cada vez más infrecuente en el cine anglosajón y se lanzan a tumba abierta para dar lo mejor de si mismos, aunque les ponga en apuros tan trágicomicos como una erección en escena, un paseo en calzoncillos por el centro de New York o un beso lésbico sacado de la manga. 

De paso, se reparte estopa a partes iguales hacia el cine más pujante y ramplón de la última década y hacia los críticos con complejo de superioridad intelectual. A la viralidad online y a los periodistas analógicos. Al actor popular, al de método y hasta al médico de Meg Ryan.

Si Iñárritu hubiera renunciado a apurar el componente onírico, que le obliga además a retorcer innecesariamente los últimos metros de su tour de force, Birdman sería una película redonda. No lo es por muy poco, pero quizá no quiera serlo. Arriaga, en cualquier caso, debe estar maldiciendo al otro lado de la frontera.