A pesar de tratarse de un
largometraje producido para televisión, Miguel Bardem se pone clásico y decide
rodar sobre Prim como si lo hiciese
sobre Lincoln. Nada que reprocharle,
en principio, pues la época, el vestuario y las pistolas son casi coetáneos, hay
un magnicidio, el presupuesto es bastante holgado y su manejo hábil.
Madrid luce decimonónico (aunque los leones de Las Cortes ocuparon su lugar dos años después de lo que aquí se narra), las caracterizaciones resultan precisas y el actor que encarna a Galdós guarda con él un parecido sorprendente.
El relato –salvando el prólogo político demasiado escueto y falto de intensidad- cuenta también con una primera escena dramática excelente en medio del campo, donde el duque de Montpensier y Enrique de Borbón se baten en duelo. Perfecta para asimilar que Javivi asuma un papel tan alejado de sus registros y lo haga creíble e interesante (quizá el que más).
En este sentido, aunque la mayoría de los papeles principales estén bien interpretados, es sin embargo una lástima que haya desaparecido casi por completo aquella generación de actores que vestían personajes menores de la cabeza a los pies con su sola presencia, y que aquí se echan a faltar en no pocos momentos. En cualquier caso, los problemas de la narración vienen después, a medida que se conocen los diferentes elementos en juego y el discurso toma un tono neutro en el que nadie lleva el peso de la función, salvo la Historia. Porque el principal problema de Prim es, curiosamente, el mismo de Lincoln: que hay que estar bastante al tanto de la historia política de la época para seguir los problemas centrales con la necesaria soltura.
A Bardem y su guionista les falta la claridad expositiva de Esquilache o el empaque literario de Sangre de Mayo. Tener a Benito Pérez Galdós como personaje de ficción y no sacarle provecho salvo para un brindis afortunado es una falta que solo puede entenderse si se le ha leído poco. Hubiera hecho una excelente voz en off que añadiría atmósfera, intriga y fatalismo español a la película, los tres elementos en los que se queda corta a pesar del encomiable esfuerzo de ambientación general y didactismo histórico.
Quizá por eso, pese a que algunas escenas gozan de la intensidad adecuada, la narración carece de crescendo. Los motivos están razonablemente entendidos para cuando se llega al asesinato, pero el espectador no teme por la suerte de nadie ni lamenta demasiado lo que le espera a Prim, puesto que los personajes no generan la empatía suficiente y lo que implica su pérdida nos resulta ajeno (¿qué quiere mostrarnos la narración, que se perdió un gran gobernante, un benéfico reinado, una oportunidad para la república,…?).
El magnicidio, además, con una puesta en escena bien medida, se desinfla en la sala de montaje por acumulación. Tres veces se reproduce el atentado y solo dos son suficientes, la de la versión oficial (la primera) y la auténtica (la última). Galdós recupera cierta importancia en este último acto, pero su pesquisa carece de lucimiento y la influencia del caso en su persona (y en su obra) no recibe la atención que a mi juicio merece.
Para no seguir, la película, en la que se ve un despliegue de trabajo, interés y cariño enormes por parte de sus creadores, se queda finalmente en otra ocasión perdida o no lo suficientemente aprovechada. Necesitamos más ficciones con semejante ambición, pero la llama lincolniana robada a Spielberg sin sonrojo (que es, para colmo, el momento sonrojante de la película de Spielberg), no es la mejor manera de reivindicar este logro, aunque con lo que se programa desde hace tiempo, logro sea.
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