Dudo que quede alguien
en Hollywood que, sin hacer películas protagonizadas por un super-héroe (o por
media docena), maneje los presupuestos de producción de los que aún dispone
Martin Scorsese. Aunque tampoco estoy seguro de que se necesite tanto dinero para
contar una mera "historia americana" por grande que parezca, salvo
aplicando la lógica profesional de Nicholas Ray por la cual cada película que
hagas ha de ser más cara que la anterior o la propia industria anunciará tu
declive.
En cierto modo, de eso
va esta película brillante y desaforada. De la necesidad de seguir hacia arriba
sin detenerse, ganando más y más dinero para esnifarlo a todo trapo,
convertirlo en yate, mansión, desmadre, putas o cine.
Todo es fastuoso en El
lobo de Wall Street: el cinismo, la pasión, la bajeza y el éxito, mezclados en
una bomba devastadora que Leo Di Caprio se pega al cuerpo con esforzado talento
y palpable satisfacción profesional.
Pero algo no termina de
encajar, se diría que al relato le sobran minutos, ambición y dinero. Perfectos
en la primera mitad de la película para describir la ascensión del lobo, su
inmersión radical en la filosofía broker de los años noventa que tan bien
describe en su breve papel Matthew McConaughey, pero redundantes, casi
agotadores cuando las cosas empiezan a írsele al lobo (y a Marty) de las manos.
El notable desprecio
narrativo hacia las esposas del protagonista, a las que las elipsis del guión
hacen desaparecer una y otra vez (¿machismo a lo Wall Street?), se hace más
evidente conforme avanza la codiciosa aventura del delincuente financiero.
Hasta la paternidad se queda en adorno mientras las orgías se acumulan cada vez
con menos efecto, en el espectador y en Di Caprio. Resulta hipnótico ver cómo
un arribista se hace rico, pero no tanto verle disfrutar y malgastar sus
riquezas.
Quizá porque la maestra
del montaje Thelma Schoonmaker (que ha acompañado a Scorsese en su títulos
mayores), lleva todavía la batuta, las similitudes con Uno de los nuestros se hacen
más patentes donde menos funcionan, aunque la fanfarria se disuelva en un final
antológico de impunidad y amargura.
¿Qué nos ha contado
finalmente el viejo Martin? ¿Que las tías buenas solo se arriman a los
triunfadores? ¿Que la bolsa newyorkina es el corazón podrido del sueño americano?
¿Que los hombres honrados viajan en metro y comen mierda? ¿Que la venta es un
arte?
Yo creo que esto último
es quizá lo que sustenta la propuesta, el arte de la venta. Porque gracias a su
discurso lujoso, sucio y fascinante, Martin, ese viejo lobo de Hollywood, nos
la ha vuelto a colar.