martes, 2 de febrero de 2010

En tierra hostil


Planteamiento: Bagdad como caldera vip del infierno y unos artificieros haciendo su trabajo ante la mirada de los irakíes, que no se sabe bien si esperan verles saltar por los aires, si quieren apretar el botón del teléfono móvil o si les desean suerte en secreto, aunque sólo sea por salvar algún cristal de casa un día más.

La cosa pinta bien, en términos cinematográficos, claro. La película tiene una realización potente, el nervio de la Bigelow, la tensión circulando por los cables de las bombas, unos intérpretes muy sólidos y un espacio bélico reinventado y creíble.

Pero el corazón dramático del relato, ese mal de guerra estrenado por el capitán Willard (cuando estaba aquí quería estar en casa, cuando estaba en casa quería estar aquí) no es un recurso nuevo ni suficiente para sostener la historia de un yonki de los explosivos y sus sufridos acompañantes. Los tiempos muertos, que deberían ser tiempos vivos, carecen de profundidad real, aunque la prolongación de esas escenas no-bélicas mediante planos sostenidos, miradas locas, frases de marine desconcertado y horrores callejeros intente lo imposible: un discurso sin patriotismo ni autocrítica.

Creo que la distancia entre una película notable y una película sobresaliente, en el Hollywood de hoy, se mide en el porcentaje de subrayados narrativos. Y aquí, como sucede con Up in the air (el otro título que juega la baza de “poco convencional” en los próximos Oscars), los subrayados son los que van restándole nota al trabajo inicialmente deslumbrante.

Para muestra, la ilustrativa escena del soldado en el súper, que bastaría para contar su desajuste irreversible. Pero a su desarraigo frente a los cereales, se añade el discurso al hijo, para subrayar. Y el efecto es el mismo que cuando te explican un chiste.

A lo mejor, simplemente, es que tengo que dejar el oficio de crítico de cine, porque cada vez me noto más adicto y menos impresionable. Como el artificiero, pero desactivando celuloide.

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