Campanella y su pandilla han vuelto para hacer otra gran película, más en la línea de calidad de El hijo de la novia y El mismo amor - la misma lluvia que en la de Luna de Avellaneda. Las tres mencionadas comparten, además de director, otro elemento humano que convierte cualquier historia en algo digno de verse. Se trata de Ricardo Darín, un actor descomunal que, como Robert Mitchum o Alfredo Landa, está siempre soberbio, sea cual sea el material con el que trabaje.
Esta nueva entrega de los argentinos, El secreto de sus ojos, es un buen material. Se mete por otra senda, la de la intriga criminal sazonada de romance imposible, pero lo hace sin renunciar por ello a las relaciones personales entrañables, al amigo desastroso (está vez no es Eduardo Blanco sino Guillermo Francella), al diálogo tragicómico y al pulso social preciso, que para la ocasión retrata la Argentina en fase de descomposición moral previa al golpe militar de los setenta.
La historia, que tiene sus debilidades, se sigue hipnóticamente gracias al pulso del director, las interpretaciones ajustadas (siempre se habla de la escuela inglesa, pero joder con los actores argentinos) y la atmósfera de la cinta. De paso, Campanella nos obsequia con tres secuencias brillantísimas que demuestran lo mismo la espectacularidad posible en producciones no hollywoodienses que la importancia de una idea de guión o de una actriz entregada a su propia furia. Hablamos de la cazería en el estadio de fútbol, de las cartas leídas en el bar y del interrogatorio del juzgado.
Y para no hablar más, ni de más, vayan a verla. De suspenses trillados está la cartelera llena todos los días del año. Cuando se estrena uno realmente bueno, no tiene perdón dejarlo escapar.
Esta nueva entrega de los argentinos, El secreto de sus ojos, es un buen material. Se mete por otra senda, la de la intriga criminal sazonada de romance imposible, pero lo hace sin renunciar por ello a las relaciones personales entrañables, al amigo desastroso (está vez no es Eduardo Blanco sino Guillermo Francella), al diálogo tragicómico y al pulso social preciso, que para la ocasión retrata la Argentina en fase de descomposición moral previa al golpe militar de los setenta.
La historia, que tiene sus debilidades, se sigue hipnóticamente gracias al pulso del director, las interpretaciones ajustadas (siempre se habla de la escuela inglesa, pero joder con los actores argentinos) y la atmósfera de la cinta. De paso, Campanella nos obsequia con tres secuencias brillantísimas que demuestran lo mismo la espectacularidad posible en producciones no hollywoodienses que la importancia de una idea de guión o de una actriz entregada a su propia furia. Hablamos de la cazería en el estadio de fútbol, de las cartas leídas en el bar y del interrogatorio del juzgado.
Y para no hablar más, ni de más, vayan a verla. De suspenses trillados está la cartelera llena todos los días del año. Cuando se estrena uno realmente bueno, no tiene perdón dejarlo escapar.
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