De pronto los franceses, en medio del carajal por el que parece deslizarse su Quinta República, zarandeada por el desguace de un Estado de Bienestar elefantiásico, la culpa colonial traducida en radicalización de barrios enteros, un envejecimiento evidente de los parisinos patanegra y una lucha de clases nunca resuelta, parece que ha tomado conciencia de su fragilidad. De un tiempo a esta parte le salen los miedos más humanos en pantalla, hasta trata las cosas de la enfermedad o la pérdida y sus burlas en ambas direcciones, produciendo buen cine sobre viejos, enfermos y muertos.
He aquí dos muestras de la tendencia, una del casi septagenario Emmanuel Courcol y otra del veteranísimo Costa Gavras.
Por todo lo alto es una película interesante, aunque irregular, en la que empatizas a tirones con los personajes. Creo que se dificulta más si no eres un galo familiarizado con sus intérpretes. Paradójicamente, es más sencillo en España hacerlo con Matt Damon, Brad Pitt, Morgan Freeman o Scarlett Johansson, que con Benjamin Lavernhe y Pierre Lottin (¿os suenan? pues eso). Sentimos más próximos a los estadounidenses que a los del país vecino, porque los tratamos con mayor frecuencia. Veremos si los aranceles se aplican al cine.
De momento, es más improbable la inmortalidad de esos directores de orquesta, que la de un piloto de pruebas, un espía internacional o una gata ladrona. Pero si alguien se ha ganado aquí la eternidad es Charles Aznavour, que con la bella canción Emmenez-moi le pone alma y música a un momento de la película que se sabe emocionante, pero que el director no quiere climax. Lo es más que el desenlace musical en alto, porque en esto de la vida y la muerte todo puede pasar.
El último suspiro es otra cosa. Costantin Costa-Gavras tiene más de noventa, como Eastwoood y lo ha hecho todo. Su película parece un documental con grandes actores haciendo de médicos y pacientes. Atesora unos diálogos de una profundidad difícilmente alcanzable en los tiempos que corren. Casi suenan artificiales de tan buenos, es un grandioso ensayo -si este género literario se puede aplicar a la pantalla- sobre la medicina paliativa, el acompañamiento final de los pacientes terminales, la necesidad de saber cuándo la lucha debe abandonarse, la libertad de elección, la asunción del dolor por los familiares del que muere.
La conversación sobre las distintas ideas acerca del después de la muerte, con o sin eternidad, es para enmarcar. Toda una lección de cómo puede llevarse al terreno de la sencillez, a lo cotidiano, casi a lo cómico, un encuentro especulativo lleno de densidad y conceptos complejos, entre una tranquila agonizante y un intelectual aterrado.
Almodóvar, hijo predilecto de Francia, debería sonrojarse viendo esta película del griego (también guionista, también "adoptado" por los franceses), que encierra más enjundia en cinco minutos de hospitales que toda La habitación de al lado con sus actrices anglosajonas en interiores de austero relumbrón. Y eso que Julianne Moore y Tilda Swinton nos son más familiares por lo mismo de antes.
Curiosamente, quizá por esa condición de ensayo filmado, a mí la única historia que me rechinó un poco en la de Gavras fue la que encarna Angela Molina, a quien le conozco los trucos, como a Tilda y Julianne. Hubiera preferido en este caso no conectar para creerla mejor. No le rechinaba en cambio a mi mujer, que desconociendo a la actriz española consideró "su último suspiro" como el más dulce de esta película. Una rara maravilla sobre la vida de la muerte antes que la muerte en vida.
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