Una botella de espumoso y el amor de tu vida.
No hace falta nada más para empezar el año.
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CINE ESPAÑOL VERSUS CINE DE HOLLYWOOD
Una botella de espumoso y el amor de tu vida.
No hace falta nada más para empezar el año.
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A veces sucede. Un director que no suele pasar del mero aprobado se marca una película inspirada y sólida como ésta. Si Costner fuera tan buen actor como Lane es actriz, Uno de nosotros hubiera quedado muy cerca del mítico 8,5.
Apenas cinco minutos de guión bien repartidos precisaría la narrativa para consolidar por completo las relaciones entre personajes claves o episódicos, aunque el grueso de la información está ahí, la elipsis y el flashback inteligentemente manejados cubren mucho terreno con el mínimo metraje y, en definitiva, todo lo que se ve en pantalla resulta comprensible y coherente sin perderse en más detalles.
La puesta en escena, el crescendo, el final sin concesiones... un buen western con automóviles, sheriff jubilado, madre coraje, nuera en apuros y familia política de hijos de perra.
Ideal para estas fechas "tan señaladas".
Le quitas a Lynch la música de este hombre y es como si le quitases el jazz a Allen, Storaro a Saura, Williams a Spielberg, Figueroa a la Edad de Oro mexicana, Azcona a Berlanga.
Seguiremos escuchando a Angelo y eso salvará a Lynch.
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Los renglones torcidos de Dios parte de una novela de la que apenas deja la raspa, para construir un ejercicio tramposo pero hábil que tiene sus mejores bazas en Bárbara Lennie, Eduard Fernández y el juego sibilino de los tiempos narrativos.
Lennie lo hace todo bien, aunque no se llevará el Goya. Solo le falta un cruze de piernas delante de los psiquiatras más blandengues.
A Paulo no le interesan los renglones torcidos, sino los retorcidos. En ese campo, como siempre, aprueba con nota.
La apuesta de Alauda Ruiz de Azúa, que hasta ahora sólo había dirigido cortometrajes, es casi opuesta a la de Sorogoyen en As bestas. Cinco lobitos es una historia sin subrayados, sin un momento de más ni de menos, con escenas que duran lo justo en cada caso, para transmitir con precisión lo que toca, lo que incomoda, lo que conmueve, lo que duele.
Hay más verdad -y amor- en cada plano compartido por Laia Costa y Susi Sánchez en Cinco lobitos, que en todos los que comparten Marina Fois y Denis Ménochet en As bestas.
Y aquí no hay vecinos hostiles en un entorno rural de los que acojonan. Hay espacios luminosos de la costa vasca, casa acomodada, padres de libro (el torpe macho, la mandamás a su pesar), e hija desbordada por la crianza de su primer bebé, esa recién nacida que va a suceder a las dos mujeres de distintas generaciones que se ocupan de ella.
Cómo hacer compatible lo que eras con lo que vas a ser, cuadratura del círculo más que frustrante, cómo el varón se escabulle de lo más duro de la crianza, cómo una hija puede convertirse en madre de su hija y de su madre... Todo contado sin prisa y sin pausa, sin levantar la voz, sin más riesgos que los que la vida de cualquiera concita.
Creo que esta película hubiese resultado mejor siedo netamente francesa. Quiero decir que -más allá de las oportunidades y requisitos de producción que tantos caprichos arrastra-, habría sido más realista el matrimonio urbanita que se pasa a la agricultura ecológica si lo hiciera en un rincón de la Francia profunda. Que fuesen franceses la aldea y los lugareños, compatriotas rebotados por las decisiones de esos intrusos que además exudan superioridad moral.
No lo digo por dejar a Galicia tranquila (en algún sitio tiene que desatarse cada drama o no existiría otra narrativa que la de mundos fantásticos). Es que me parece que en guión, dos maneras de ser y estar en un mismo país me funcionaría más.
Aunque eso supusiera perderse el recital de Luis Zahera como líder de los hermanos Anta. De hecho, Zahera y la francesa Marina Fois son lo mejor de esta película tan publicitada y valorada desde que asomó por Cannes.
Sinceramente, es la que menos me ha gustado hasta ahora del talentoso director Sorogoyen. La etiquetan de western, de thriller con tensión en crescendo, de tragedia muy depurada... Yo veo rastros de todo eso, pero diluidos en un metraje estiradísimo, trampas sonoras evidentes y un giro de guión más que discutible.
Puede que mis expectativas fuesen demasiado altas. Pero me ha gustado a ratos. La cámara, por descontado, excelentemente bien puesta, pero eso es algo que no me sorprende de este director, tiene demostradísmo el talento para la puesta en escena, la dirección de actores y el tono de sus filmes. El plano final es una rúbrica de esa calidad y el momento en que mejor se evidencia que pudo ser una película mayor.
¿Más bestia?
Ellos han sido puntuales (empezaron el viernes 17), yo me he retrasado por cosas de andar cruzando mares de acá para allá. Pero la perseverancia extremeña bien merece atención, un año más, para el Festival de Cine Inédito de Mérida, que cuenta con una de las programaciones más concienzudas del panorama patrio. Los hay con muchas otras películas, claro, éste es un Festival pequeño, pero difícilmente se decanta una selección tan acertada en una lista tan corta.
Ahí tenéis el cartel de esta edición y la selección de pelis para sección oficial. Como siempre, hay bastante más: Cine y Escuela, los Premios Miradas, el jurado joven, la película sorpresa, las noches en el Jazz..
Y van XVII FCIMerida.
Gracias por resistir.
L´INNOCENT
FALCON LAKE
DECISION TO LEAVE
LIVING
RETURN TO DUST
THE QUIET GIRL
GODLAND
ARQUITECTURA EMOCIONAL 1959
CHRONIQUE D´UNE LIASON PASSAGÈRE
Howard Franklin, director y guionista en esta pequeña maravilla, colaboró también en el guión de El nombre de la rosa y en el de La sombra del testigo.
Joe Pesci, protagonista perfecto como fotógrafo de sucesos con artista dentro, no necesita presentación.
Cualquier día cae en alguna plataforma como material de derribo. Si fuese así, no la dejéis pasar.
Ha estado unas semanas en cartel y
recibido una respuesta tibia del público. Aunque esa respuesta, sumada a las excelentes críticas, puede
considerarse un éxito; sobre todo, si tenemos en cuenta lo que se está
ampliando la distancia entre las bobadas que nos endosa Hollywood en la
última década y todo lo demás, sea brillante o bobo. En este caso, es brillante.
Pero eso da igual, ya está en Amazon prime video. No han esperado a que se desinfle en taquilla ni a ver qué efecto producía su selección para los Oscar. El estreno en salas parece a estas alturas un mero requisito para aspirar a premios internacionales de la industria (ya lo suprimirán y competirá cine de streaming sin pasar por la casilla de salida, al tiempo).
Darín hace del fiscal civil Julio César
Strassera, quien llevó la causa contra los Videla, Massera, Agosti y
compañía. Lo hace con una convicción espectacular. No queda una pizca de
Darín en la composición del personaje, es increíble lo que puede hacer este hombre con
un peinado, un bigote, unas gafas de culo de vaso, un cigarrillo y un
modo distinto de mirar y de moverse. Está perfecto. Pero su escolta de jóvenes y
veteranos no le va la zaga, desde el más inexperto ayudante al más viejo consejero.
Tampoco
los que dan testimonio frente al tribunal, en especial esa madre obligada a parir ante la indiferencia, el desprecio o la crueldad de sus
carceleros. Todo contado sin representación en pantalla de lo sórdido.
Lo escuchado es tan contundente que basta un actor en cuadro, hablando
sobre lo que la persona que encarna tuvo que sufrir, para obtener un efecto magnífico, pero sin efectismos.
La bella y la bestia
En compañía de lobos
El espejo roto
Sansón y Dalila
El retrato de Dorian Gray
Una buena película (sobre todo para los que vivimos como propia aquella Olimpiada). Además, de género deportivo, tan poco usual en nuestra cinematografía si hablamos de alta competición y no de pachangas de barrio.
Otro caso curioso de baja autoestima, el desprecio a esta categoría de cine aplicado a los nuestros, teniendo en cuenta los grandes deportistas, individuales y de equipo con los que cuenta España desde hace décadas. Incluso las figuras solitarias de los pioneros, en aquellas épocas y deportes que nadie practicaba, darían para interesantes películas: Seve, Santana, Nieto... Ya puestos, hasta la selección de baloncesto que llegó a la final de Los Ángeles en el 84 merece película.
Aquí se apuesta por un deporte que tuvo su eclosión cuando despuntó este equipo increíblemente completo, liderado por dos deportistas opuestos: el metódico y el creativo. El disciplinado y el díscolo. Muy bien los intérpretes en ambos casos.
La película, por descontado, no inventa nada nuevo en el género, pero lo cuenta bien. Da, por resumir, una grata ración de obviedades y emoción. Sin despreciar el humor de los contrastes, la rivalidad entre ciudades y varios secundarios inspirados (el entrenador, su ayudante, el director del equipo, el perodista). 42 segundos es otra de esas películas que hacen pensar en un cine propio posible y muy diferente del que demasiadas veces tenemos.
Hábilmente rodada, anda corta de medios en algunos momentos muy puntuales, pero consigue enmascararlo en casi todos. La emoción juega en casa.
Alberto Rodríguez, después de El hombre de las mil caras, que le salió menos redonda que ese póker triunfal formado por Siete vírgenes, After, Grupo 7 y, sobre todo, La isla mínima, se pasó a la tele a dirigir una serie contundente y cuajada, aunque no memorable, como ha sido La peste.
La pantalla grande es, sin embargo, el espacio natural del director y ha vuelto a ella para poner en pie una de esas historias que le gustan, de tiempos convulsos, protagonistas marginales y vida al límite. No le ha podido salir mejor. Con un casting perfecto, unos recursos de puesta en escena que parecen de otro país y una historia poderosa, Rodríguez ha acertado de pleno.
Miguel Herrán también ha hecho diana. Corría el riesgo el chaval de quedarse en la popularidad de carpeta con éxitos tan llamativos y efímeros como La casa de papel, Élite o el enésimo producto aseado pero vacuo de Calparsoro (qué desperdicio de talento el de Calparsoro, ya que estamos).
Esta nueva película con Herrán como protagonista pone las cosas en su sitio: es un excelente actor, que además derrocha carisma. No está al alcance de cualquiera aguantarle el plano con tanta firmeza a un "robaplanos" como Javier Gutiérrez.
La historia, carcelaria hasta las cachas, fluctúa hábilmente entre la aventura, la sociología y la denuncia, sin cargar las tintas sobre nada en lo que no estemos todos de acuerdo, otro mérito inmenso en los tiempos que corren. El mundo penitenciario es, por su propia esencia, un mundo aparte. Y eso anima la vertiente que el ser humano tiene de alimaña, con o sin uniforme.
También está la voluntad de cambiar un estado de cosas, claro. Entonces como ahora. Y tenemos muchas asociaciones por debajo de los que deciden, pero entonces como ahora sirven de poco.
Antes de los mensajes finales en rojo sobre negro que abundan en esa desagradable certeza, la aventura se enseñorea del film para un último tramo más convencional, aunque coherente con todo lo que le precede. La película apenas se resiente de esta "concesión", porque Rodríguez sabe que tiene un cierre de los que te hace quedarte a los créditos.
Maurizio Nichetti, que habrá cumplido los 75 o estará a punto de hacerlo, es uno de esos cienastas europeos que aparecen de vez en cuando tomándose en serio el humor en pantalla.
Varios de ellos se hicieron universales, otros revasaron su frontera nacional con un título emblemático (y alguno más que pescaba espectadores arrastrados por el éxito anterior), otros han estado siempre en los márgenes de su propia casa, produciendo rarezas estupendas.
Nichetti está entre la segunda y la tercera variante. Tiene diez películas como director, guionista e intérprete y unas cuantas más en las que solo ejerce el arte del guión o el interpretativo. Su primera película para el cine como autor todoterreno fue Ratataplan, exitosa en Italia, aclamada en Venecia, estrenada en España en 1980.
Que alguien la rescate, por favor, TV en abierto, plataforma, retrospectiva festivalera o cine de reestreno (¿o solo vamos a reestrenar Avatar?).
Ratataplan sigue fresca, ahí va un fragmento que lo certifica:
Veo The Batman (quién me manda).
Muere Louise Fletcher, inolvidable en Alguien voló sobre el nido del cuco.
El jurado del Festival de San Sebastián da sus premios, con el olfato que le caracteriza.
Ron Howard tiene fama de ser un cineasta correctito. Como dice un gran amigo, es "el Spielberg de Mercadona" -marca Hacendado de la industria cinematográfica hollywoodiense-.
Lo cierto es que acumula ya unos cuantos títulos muy notables (Willow, The paper, Apolo 13, Cinderella man, Frost contra Nixon, Rush), junto a bastantes títilos resultones (Splash, Cocoon, Desapariciones, EdTV, Rescate), mediocridades que lo disimulan (El Grinch, El corazón del mar, Han Solo) y varios bajonazos muy evidentes que huelen a lucrativos (Dan Brown adaptations).
No es mal balance. Un poco Hacendado, sí, pero no malo. Vamos, exactamente como la marca blanca del Mercadona.
Esta de Trece vidas está entre las notables y las resultonas del director. Es de agradecer que vaya al grano, sin meterse en jardines vitales ni psicológicos de tailandeses ni británicos. Hay unos niños atrapados en una cueva, unos espeleólogos submarinos, un ramillete de padres muertos de miedo, prensa, políticos, ejército y voluntarios haciendo lo que pueden (mentir en ruedas de prensa, bendecir amuletos, desviar agua, sacrificar cosechas...)
La historia es la de los 33 de Chile, pero con monzón y siendo trece. Trece vidas de trece críos incapaces de salir buceando de allí.
Howard lo cuenta todo con una claridad fastuosa. No sé cómo diablos filma dentro de la cueva, pero le sale bien. Evidentemente, los protagonistas son los personajes anglosajones. Tailandia no ha hecho su propia película. Suele pasar. Allí no hay Mercadona.
¿Ahora nos vamos a poner a recalcar la “autoría” de quien lleva a sus espaldas un John Wick, dos Deadpool y el penúltimo artefacto Fast and Furious? ¡Pues sí que anda bien el patio!
David Leitch luce –y gracias– el marchamo del humor brioso en producciones chatarreras de alta cilindrada, munición… presupuesto. Sólo con los últimos minutos de los larguísimos 126 que tiene Bullet Train, cualquier cinematografía europea haría una docena o más películas, salvo que pretendiese copiar la fórmula estadounidense de cine de acción que hoy copa los despachos de Hollywood. Entonces haría seis.
Bullet train parte de una idea curiosa, inmediatamente enterrada en montañas de dinero. No desprecia una sola cabriola que volcar en el guión y trasladar a la pantalla, ni repara en gastos. Todo al servicio de la estrella, los cameos y un humor negro muy discutible, que supura de una acción tan excesiva y depravada como era de esperar.
Lo más sangrante –y mira que hay sangre aquí para escoger–, es que Brad Pitt está simpático y atractivo, demostrando que sigue en el negocio, vaya este de lo que vaya cada año; que Aaron Taylor-Johnson y Brian Tyree Henry son intérpretes de primer nivel, dotados para la emoción; que Joey King tiene recursos para lo que le echen; que el tren es bonito de ver; que la historia, bajo toneladas de autocomplacencia, peleas, muertos y sorpresas retorcidas, pudo dar una película pequeña y mejor.
Volvamos al tren, ese mítico tren bala japonés que forma parte ya del imaginario mundial. Que es como en Londres el autobús de dos pisos: hay que subir. Pero con tanto ir y venir de asesinos, misiones, confusión y peleítas, lo mismo nos daría el viejo tren Cornes-Carril, que el AVE según Netflix o el Orient Express según Branagh. Todo el partido que le sacan al escenario radica en cuatro tópicos a costa de los váteres japoneses, la velocidad hasta en las paradas y la disciplina nipona del revisor gruñón, el vagón del silencio o el servicio de bebidas a bordo.
Eso, las discusiones bizantinas de una pareja de sicarios inseparables y la incorporación de la autoayuda-coach-zen (¿existe eso?) en el personaje de Pitt es todo cuanto hay. Los giros y retruécanos criminales son un armazón carísimo para los diálogos de esta gente, las bromas visuales, el aparataje explosivo y demás detalles de acabado mil veces visto.
¡Oh, perdona, que Leitch pone muy bien la cámara, que fotografía de lujo, que ha seleccionado una banda sonora cañerita, que el montaje tal y pascual… Gilipolleces del XXI que barren para su taquilla.
Gran taquilla va a ser esa, por descontado. De las que auguran una segunda parte. Vamos para bingo.
Cada vez es menos frecuente la película "ratejo bueno".
En España, esa clase de género lo estamos limitando a las comedias cañís. Inexplicablemente, porque basta ver cómo le va en taquilla a Santiago Segura con películas familiares, basiquitas y blancas, cómo le fue a Fesser con Campeones y no digamos ya a Martínez Lázaro (y el propio David Serrano de mero guionista), con El otro lado de la cama y la desbordada Ocho apellidos vascos (ambas con secuela de éxito), para darse cuenta de que a la gente le gusta cada vez más pasarlo bien sin que el humor cargue las tintas en la mala baba.
También nos gusta el sarcasmo del descarnado, naturalmente. Pero las comedias que hoy apuestan por ese tono, de sainete cabrón, tiran en general por el camino más fácil, algo así como Azcona sin Azacona. En fin, hablamos de cosas como Villaviciosa de al lado, Señor, dame paciencia, La familia perfecta... ejemplos abundan. Son nuestra variante a los Aterriza como puedas, Agárralo como puedas, etc. Aquí podrían titularse Chupa del frasco, Carrasco.
La gente, dentro de los parámetros de verano, está respondiendo a Voy a pasármelo bien. Ya está en el selecto club con menos de diez miembros (cómo está el patio), de las películas españolas que han superado el millón de euros de recaudación. Puedo decir que en la sala en la que yo fui, el lleno era absoluto.
La idea es sencilla: unos adolescentes de la época en la que Hombres G sacaron sus canciones más celebradas, sufren y gozan las penurias y dulzuras de la vida de estudiante en un colegio de Valladolid. Hay una chica nueva, conflictiva, desprejuiciada y guapa, que deslumbra al líder de un simpático grupito de "losers", que dirían allende los mares. De sus peripecias trufadas de bailoteo urbano luminoso y feliz, nos enteramos en flashback. La chica ha triunfado años después y regresa a la pequeña ciudad a reencontrarse con aquellos chavales que hoy son hombres.
No hace falta nada más para armar una historia entrañable, alegre, vivaz... ratejo bueno. Con escenas muy afortuadas: la invitación, la pistola, el eterno aspirante, el karaoke, el trago heroíco... La película no pretende que te rías en cada secuencia, pero tampoco te mantiene demasiados minutos sin hacerlo. El resto es sonrisa amplia, nostalgia sana y sus pizquitas de genuina emoción, hasta cantando.
La recomiendo antes de la catarata de mega-estrenos de septiembre. Vas a pasártelo bien.