Anoche soñé que volvía a Manderley…
Un aula. Un aula antes de que llegue el maestro. Un aula donde los niños se zurran la badana y preparan un recibimiento lleno de humillaciones a quién debería inspirarles un mínimo de respeto. Un aula que es, sin saberlo, el corazón de un pueblo con su monumento al soldado desconocido de la anterior guerra, invadido por los artífices de una guerra nueva, en realidad siempre la misma, la de los sueños imperiales que acometen periódicamente a las naciones.
Un maestro. Un maestro solterón, bondadoso y apocado, que vive bajo la castrante protección de su madre y ama en secreto a su bella y valiente compañera de trabajo, novia del atractivo hombre de negocios local. Un maestro incapaz de declararse a la mujer que quiere, incapaz de enfrentarse a sus obligaciones cívicas o de animar con su ejemplo a los alumnos. Pero inteligente, sensible y generoso.
Un colaboracionista. Acomodado, crédulo, delator, el auténtico cobarde del drama. Inepto para comprender el alcance de sus actos hasta que la verdad de sus nuevos amigos se descubre sin estridencias, con la suavidad con la que se invita a obedecer sin límites para que sean otros los que mueran.
Una mujer. Una mujer con las ideas muy claras respecto al ocupante. Pero con el corazón nublado frente a su peligroso prometido y un hermano secretamente heroico, sus más cercanos afectos. Una novia de luto, resuelta a pesar de todo, que resiste cada sacrificio sabiendo –como sólo las mujeres saben- que es así como se gana.
Un saboteador. Escurridizo, implacable, camuflado bajo una cordialidad con el invasor que le gana el desprecio de sus seres queridos, pero consciente de que la vida de todos y la libertad de la nación están en juego. Que los inocentes no mueren en su lugar, sino con él y cada día.
El verdadero saboteador. El comandante alemán que lee a Tácito y busca cómplices para una “ocupación pacífica”. Un saboteador al que se descubre en toda su crudeza mucho antes de que empiece a fusilar vecinos del pueblo: desde que ordena arrancar las páginas de los libros de Historia, por las propias manos de los alumnos, por indicación de sus maestros, en el aula donde la dignidad perdida acabará recuperándose.
Y un discurso. El discurso que nadie quiere escuchar, porque la Francia enmascarada como “algún país de Europa” estuvo llena de autoridades, comerciantes y madres aterradas que preferían estrechar con desagrado la mano del enemigo antes que sacrificar sus puestos, sus negocios o a sus hijos.
Esta tierra es mía es una película de Jean Renoir, el autor de Boudou salvado de las aguas (1932), Una partida en el campo (1936), Los bajos fondos (1936), La gran ilusión (1937), La regla del juego(1939) y El río (1950). Ahí es nada. Pero la hizo en Hollywood y eso siempre tiene detractores. Además, la segunda película norteamericana de Renoir se planteó como una más de propaganda entre las muchas en las que se ocupaban los estudios a mediados de los años cuarenta. En realidad, esas cosas no importan lo más mínimo cuando el trabajo está en manos de personas con semejante talento: el director Jean Renoir, el guionista Dudley Nichols, el actor Charles Laughton.
Si alguien quiere enfrentarse a un cine comprometido de verdad no le remitiré esta vez a Manderley, sino a una humilde aula de escuela provinciana, a unos niños que ya saben lo que merece más respeto, a un libro del ejecutado profesor Sorel que su temeroso discípulo salva de las llamas, a la lectura de la Declaración de los Derechos del Hombre por Charles Laughton ante sus alumnos en los 5 minutos finales de esta película.
No conozco un modo mejor de recordar lo que a veces significa el cine y lo que debería significar siempre la palabra “ciudadano”.
(Publicado en la revista Culturamas, diciembre 2011)