Anoche soñé que volvía a Manderley…
Anoche vi la cara esculpida en pasmo de Berlusconi, el último politicastro salvaje para esa imprevisible Italia liberada al fin de Silvio por el capital que él mismo adora, y decidí sacudirme la imagen de su mutis con una película sobre la anterior liberación del país que inventó el neorrealismo y que en él sigue, a pesar del diseño.
Paisà, la película intermedia y menos mitificada de su trilogía de la guerra, reúne para el cine los cuentos de soldados y civiles de Roberto Rossellini, el autor de Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero, de Stromboli y de Te querré siempre.
La primera película que recuerda haber visto Scorsese, el neoyorkino de Sicilia, retrata el avance de las tropas norteamericanas por Italia durante la Segunda Guerra Mundial pero, sobre todo, a un país devastado y a un pueblo desasistido y resistente. Paisà es la historia de cómo se reinventan los italianos ante un tiempo nuevo y nuevos aliados, sacudiéndose el borrón totalitario a tiros y dejando la fe para los conventos inexpugnables. Paisà está rodada como dispara un partisano, sin uniforme, sin piedad, para sobrevivir a toda costa.
En esta película de episodios (uno en Sicilia, otro en Nápoles, un tercero en Roma, el siguiente en Florencia, otro al norte de los Apeninos…) todos los norteamericanos se llaman Joe. Cuando se despliegan sobre el terreno, parecen tan perdidos como en Oriente Medio 60 años después. Cuando caminan solos entre los cascotes de Nápoles o Roma no tiene mejor ambición que emborracharse e ir de putas. Porque las guerras, cuando se filman con el blanco y negro de la miseria, siempre pintan igual.
En Paisà, los negros siguen siendo los últimos del escalafón, también en Europa y aunque pertenezcan a la policía militar. Por eso son los únicos capaces de entender la penuria sin varones de la cueva de Mergellina, mientras los soldados descendientes de italianos apelan al pueblo familiar que nunca han pisado para seguir avanzando a ciegas por un territorio de sospechas, emboscadas y sacrificio. En Paisà, las mujeres jóvenes esconden su candor bajo maquillajes que las publicitan sin belleza, los edificios renacentistas que aún siguen en pie parecen meros decorados para ocultar escombros, las galerías de arte se han convertido en atajos desoladores y solitarios, el río lleva muertos firmados por el enemigo.
Aquel año de 1946, mientras Hollywood se estilizaba en los laberintos del policíaco y miraba con edulcorado realismo hacia sus combatientes recién licenciados en Los mejores años de nuestra vida, Italia iniciaba entre las ruinas de Nápoles, Florencia y Roma una cinematografía deslumbrante que aún permanece en los altares de la cinefilia mundial. 20 años largos de cine acumulando obras maestras de la mano de Rossellini, Fellini, Visconti, De Sica, Pasolini o Antonioni, pero también gracias a Monicelli, Comencini o Risi.
Ya apenas queda nada de aquel talento, se fue espaciando y disolviendo a medida que nos acercábamos a los años ochenta yBerlusconi fundaba canales de televisión como quien quema mansiones suntuosas para guerras más privadas. Y a noviembre de 2011, descubierta la verdadera debilidad de Silvio como se descubría aquella enfermedad terminal de Rebeca, toda Italia es un Manderley llameante. Esta vez sin aliados y, lo que es peor, sin Rossellini.
(Artículo publicado en la revista Culturamas, noviembre 2011)