Hace un par de días bajé desde Bogotá a Villavicencio en “flota”. Cualquiera que conozca la carretera sabe de la inaudita belleza del paisaje, pero también de lo que pueden durar esos 90 kilómetros entre obras de ampliación, retire de derrumbes, filas sin fin de tractomulas y los accidentes en el túnel de siempre que interrumpen el tráfico y forman el mítico trancón colombiano.
Ante los imprevistos más que previstos, ahí estaban los vendedores ambulantes de gaseosa, arepa, chorizo y roscas para resolver el hambre y la videoteca del conductor para dar entretenimiento al pasaje. Menú cinematográfico 100x100 gringo que me hizo pensar una vez más sobre el absurdo milagro de su supremacía en cartelera.
De primer plato tuvimos que ver Imparable, la última de las películas que últimamente perpetra Denzel Washington con la dirección entusiasta y desmelenada de Tony Scott, aquel tipo que durante un tiempo fue llamado el hermano listo de Ridley. La cosa va de un tren sin maquinista y sin control que avanza con unos vagones llenos de material tóxico e inflamable camino de grandes poblaciones norteamericanas. Y de un par de obreros del ferrocarril, el veterano y el recién llegado, que van a demostrar cómo las políticas laborales estilo Reagan no funcionan en los estados de emergencia. El guión, más rutinario que un viaje en tren de cercanías, alcanza su cénit en las confesiones personales de uno a otro cuando se acerca el momento de enfrentarse a la prueba definitiva. Ya os podéis suponer que la esposa enfadada verá a su marido heroico por televisión y lo hará con su hijito, no faltaba más, para reunirse los tres en perfecto abrazo al final de la aventura. Y también que Denzel encontrará en la voz al otro lado de la radio a una guapa mujer negra dispuesta a rescatarle de su varonil soledad.
Y todo esto, mientras seguíamos parados en mitad de la montaña, imparables.
Como la cosa había estado dramática, la siguiente fue dramáticamente cómica. Dos canguros muy maduros es un título que lo dice todo, aunque el original en inglés fuese Old dogs, que en este caso debiera traducirse por viejos gilipollas. Lo podemos resumir en una línea del Chicago Sun Times, que he cazado en filmaffinity y que la califica como pasmosamente tonta. ¿En qué estaban pensando John Travolta y Robin Williams? Imagino que en el cheque, pero llamarle tonto a ese argumento, a su puesta en escena y a la interpretación de dos actores de semejante renombre (aunque desigual carrera), es ser muy piadosos. No había visto una cosa tan vergonzante en mucho tiempo, y os juro que seguir aún en mitad de la montaña no tenía nada que ver, porque empezábamos a avanzar carretera abajo.
Para celebrarlo, el tercer título muestra del creativo y deslumbrante Hollywood de la década del 2.000, fue Os declaro marido y marido, de Adam Sandler y Kevin James. No hay nada como un autobús de línea para ponerse al día en asuntos de la condición humana, porque la manera de tratar la peripecia de dos amigos bomberos que se ven obligados a pasar por pareja homosexual es de una sutileza e ingenio a prueba de sordos. En Colombia no sé, pero a buen seguro que realizándose en España habría generado El día de la indignación gay y un nuevo debate sobre la utilidad de las subvenciones públicas al cine español. En definitiva, que entre la ínfima calidad de los chistes, la penosa moralina, el antiactor Sandler y la ruta a Villao otra vez parada a quince minutos del último túnel, empecé a pensar sobre cine forzoso y público indefenso. O cómo estas cosas pueden estrenarse hasta en los autobuses de las carreteras más exóticas cuando las películas simplemente mediocres de nuestros países de origen no va a verlas ni Blas, caso de que se estrenen en el multicine que reserva dos salas para la del tren imparable (la sala grande y la de 3d), otras dos para los canguros memos y un par más para la del cómico de brocha gorda. Y en cuál es el motivo por el que se ha llegado a semejante escenario, copado por productos norteamericanos de fórmula, a menudo de muy baja calidad, en detrimento de cualquier otro cine, bueno o malo, pero autóctono o al menos rodado en el idioma propio, ese con el que cada cual reza y blasfema cuando va en autobús.
Hay quien dice que la gente prefiere este tipo de películas porque no hacen pensar. Sin entrar en que ese efecto sea o no beneficioso para el alma, lo cierto es que a mí me hacen pensar demasiado. Por ejemplo, en que puestos a consumir comida rápida prefiero una arepa colombiana o un bocadillo de tortilla española a una hamburguesa de franquicia en la que hasta la lechuga sale del congelador ya troceada y la salsa se produce en una fábrica junto a los antiguos estudios de Hollywood, hoy en derribo. Si sólo necesito quitarme el hambre y “no pensar”, al menos ese menú alternativo me ofrece gracietas más familiares y actores más cercanos (gran ventaja, porque se critica con más placer la película de un compatriota, ¿lo habéis notado?).
Para entonces, la flota entraba en Villavicencio. Habíamos llegado al Llano justo a tiempo de perdernos la cuarta película del dia, aquella joya del amigo Jean Claude que ha tenido tres secuelas a cual mejor, titulada Soldado Universal. La pusieron cuando aún no sé veía el final del trancón y los viajeros pedían “una para niños”. Creo que fue el mejor gag en siete horas de pésimo cine y arrollador paisaje.
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