lunes, 28 de septiembre de 2009

Vivir rodando, minuto a minuto


El sábado por la noche, mi amigo Gaby y yo pusimos en marcha uno de esos experimentos emocionantes de los de "quién sabe". Gaby Lütz es un experto en lenguas que habla cuatro con pasmosa fluidez (con ellas cubre la posibilidad de comunicarse plenamente con más de mil millones de personas) y se dispone a conquistar la quinta. Pero, sobre todo, es un apasionado especialista de la neurolingüística aplicada, entre otras muchas cosas, al Cine.

Mi hermano alemán llegó hace pocos días a Madrid con una cámara de mano y un proyecto basado en esos míticos siete segundos en los que, entre dos personas, el silencio se hace intolerable. A partir de esa premisa, su propuesta consiste en realizar cortometrajes de un minuto que van a retratar situaciones en diferentes lugares del mundo, donde se produce esa interferencia humanísima en la comunicación.

Y el sábado rodamos una de ellas en mi propio domicilio. El argumento: un hombre tomando una copa de vino, en una velada casera que se antoja romántica, pero sólo sirve para vomitar todos los reproches que puede generar una convivencia. No voy a desvelar ahora a quién se dirigen las diatribas de ese hombre, porque ahí radica el impacto de la película. Que, si el montaje funciona como parece posible, saltará de la comedia al drama en dos rápidas piruetas de guión.

Lo escribimos a grandes trazos en el andén de Gran Vía y luego tocó realizar improvisaciones a partir de una lista de reproches estándar. En fin, que rodamos -salvando las distancias- a lo Casavettes, a lo Coppola cuando el agua del Mekong le llegaba al cuello. Con un presupuesto de siete euros para la botella de vino, capacidad de grabación para 15 minutos y una amaestradora de fieras como tercer miembro de un “equipo reducido”.

¿El resultado? Ya lo veremos. Pero el primer efecto que consigno aquí es, una vez más, el placer de vivir rodando.

jueves, 24 de septiembre de 2009

The age of stupid


Esta misma semana en la que los señores de la paz y de la guerra se reúnen en la ONU o algún sitio de efectividad similarmente dudosa, acudiendo desde distintos lugares del mundo en aviones privados para hablar del clima antes de un almuerzo de treinta platos (como aquel de la Cumbre del Hambre), Greenpeace ha promovido el estreno de una película que cuenta la misma incómoda verdad que la del multimillonario Al Gore, antaño vicepresidente de la nación más contaminante del planeta.

Documental y ficción hábilmente mezclados retratan un futuro aterrador, ayudándose de filmaciones de archivo sobre fenómenos de hoy mismo o del pasado reciente (la expoliación en la cuenca del Níger, el huracán Katrina, la guerra de Irak…). Y para que no todo sea desesperación e impotencia, nos propone una hoja de ruta ciudadana para reconducir el problema antes de que sea tarde.

Y esto es lo más desesperante de la película, porque lo que plantea como alternativa se intuye imposible, no sólo a nivel político, sino prácticamente humano. Desde que el hombre hizo leña para encender fuego, su avance en la Tierra se apoya sobre la destrucción de la misma. Y a medida que el avance genera herramientas para avanzar más deprisa, la destrucción también se acelera. Cambiar eso supone un replanteamiento de especie tan profundo como improbable. La misma película da muestras de ello.

¿Quién de entre los habitantes del primer mundo está dispuesto a renunciar a su forma de vida, al nivel que la película preconiza, para reducir la cuota de CO2 que le corresponde en el calentamiento del clima? ¿Quién de entre los habitantes de países emergentes, en caso de que realmente emerjan, está dispuesto a plantarse en el nivel de CO2 que le marque quién?

Por resumir: excelente “película con mensaje” que, como tal, no renuncia a utilizar el montaje como arma. Suficiente para que los críticos por convicción o conveniencia la tachen de maniquea y, enredando enredando, esto se siga calentando.

Pero como sea verdad, vamos jodidos. (Por estúpidos, claro).

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Malditos Bastardos


Tarantino nos ofrece su último divertimento con ese inconfundible sello personal hecho de retales, desparpajo, talento y sadismo, que reúne diálogos brillantes, comedia burra, violencia de distintos niveles y escena antológica (sí, la de la taberna).

Simpático y abyecto, como sus pelis, Quentin se reinventa en cada historia, rescatando tics y planteando genialidades nuevas que marcan la diferencia. Lo hizo en Reservoir dogs, metiendo conversación francesa intrascendente en un contexto violentamente americano. Después en Pulp Fiction, inventando estructuras cinematográficas donde un muerto continúa vivo en pantalla porque la historia que cierra la película es en realidad anterior en el tiempo narrativo. También en Jackie Brown, donde convenció a De Niro para hacer el papel de un asesino idiota y tatuado que apenas articula palabra. Y en Kill Bill, metiendo dibujo animado adulto donde sólo él sabía que encajaba y sacándose de la manga unos apodos fastuosos como “Mamba negra”, “Crótalo de California” o “Mocasín”.

Malditos Bastardos tiene algo de todo eso, los apodos (Aldo el Apache, el Oso judío,…), la división en capítulos, la conversación mezclada de frases dramáticamente relevantes y comentarios anodinos pero resultones… Y mucha cinefilia. Pero además, se permite una trasgresión que parecía vetada por la industria internacional, pero que no por obvia deja de ser magnífica: “Esto es ficción, no Historia. Luego mi ficción puede alterar la Historia”.

La película, además de ese hallazgo impactante, demuestra que el Tarantino guionista está en forma, aunque se permita pasotes para los fans, cinematográficamente prescindibles. No importa, porque dirige con un sentido de la estética, de la tensión y del humor a prueba de fans y de detractores.
Que los habrá. Siempre anda suelto algún maldito bastardo. Por ejemplo, el propio Tarantino.

lunes, 7 de septiembre de 2009

AGALLAS: Las escamas importan más.


Lo dice el personaje de Carmelo Gómez y no le falta razón. Ésta es una película que tiene ambas cosas, agallas y escamas, pero no ha encontrado el equilibrio entre ellas para que el pez nade con toda la fluidez deseable. La propuesta parte de un guión bien trazado (tanto que quizá le sobre alguna explicación y una última vuelta de tuerca perfectamente innecesaria), y cuenta con escenarios atractivos, momentos de lograda intensidad e intérpretes con mucho oficio como el gran Celso Bullago o el propio Carmelo, que cada vez que sale llena la pantalla. También Hugo Silva hace un trabajo digno de elogio, sobre todo si tenemos en cuenta que es el más expuesto.

Pero, con todo, la cosa no termina de funcionar. No sé qué es exactamente, la puesta en escena de algunos momentos, la atmósfera que salta una y otra vez (y desafortunadamente) de la grandeza a la facilidad, el ritmo entorpecido por esos cambios… Algo enturbia el resultado. Y duele, porque se percibe también en las mejores secuencias que una gran película era aquí posible.

Creo que hay dos tonos (¿será porque hay dos directores?) y uno de ellos lastra al otro. Yo me quedo con las escamas, o sea, Carmelo Gómez. Tío, das miedo.