El sábado por la noche, mi amigo Gaby y yo pusimos en marcha uno de esos experimentos emocionantes de los de "quién sabe". Gaby Lütz es un experto en lenguas que habla cuatro con pasmosa fluidez (con ellas cubre la posibilidad de comunicarse plenamente con más de mil millones de personas) y se dispone a conquistar la quinta. Pero, sobre todo, es un apasionado especialista de la neurolingüística aplicada, entre otras muchas cosas, al Cine.
Mi hermano alemán llegó hace pocos días a Madrid con una cámara de mano y un proyecto basado en esos míticos siete segundos en los que, entre dos personas, el silencio se hace intolerable. A partir de esa premisa, su propuesta consiste en realizar cortometrajes de un minuto que van a retratar situaciones en diferentes lugares del mundo, donde se produce esa interferencia humanísima en la comunicación.
Y el sábado rodamos una de ellas en mi propio domicilio. El argumento: un hombre tomando una copa de vino, en una velada casera que se antoja romántica, pero sólo sirve para vomitar todos los reproches que puede generar una convivencia. No voy a desvelar ahora a quién se dirigen las diatribas de ese hombre, porque ahí radica el impacto de la película. Que, si el montaje funciona como parece posible, saltará de la comedia al drama en dos rápidas piruetas de guión.
Lo escribimos a grandes trazos en el andén de Gran Vía y luego tocó realizar improvisaciones a partir de una lista de reproches estándar. En fin, que rodamos -salvando las distancias- a lo Casavettes, a lo Coppola cuando el agua del Mekong le llegaba al cuello. Con un presupuesto de siete euros para la botella de vino, capacidad de grabación para 15 minutos y una amaestradora de fieras como tercer miembro de un “equipo reducido”.
¿El resultado? Ya lo veremos. Pero el primer efecto que consigno aquí es, una vez más, el placer de vivir rodando.
Mi hermano alemán llegó hace pocos días a Madrid con una cámara de mano y un proyecto basado en esos míticos siete segundos en los que, entre dos personas, el silencio se hace intolerable. A partir de esa premisa, su propuesta consiste en realizar cortometrajes de un minuto que van a retratar situaciones en diferentes lugares del mundo, donde se produce esa interferencia humanísima en la comunicación.
Y el sábado rodamos una de ellas en mi propio domicilio. El argumento: un hombre tomando una copa de vino, en una velada casera que se antoja romántica, pero sólo sirve para vomitar todos los reproches que puede generar una convivencia. No voy a desvelar ahora a quién se dirigen las diatribas de ese hombre, porque ahí radica el impacto de la película. Que, si el montaje funciona como parece posible, saltará de la comedia al drama en dos rápidas piruetas de guión.
Lo escribimos a grandes trazos en el andén de Gran Vía y luego tocó realizar improvisaciones a partir de una lista de reproches estándar. En fin, que rodamos -salvando las distancias- a lo Casavettes, a lo Coppola cuando el agua del Mekong le llegaba al cuello. Con un presupuesto de siete euros para la botella de vino, capacidad de grabación para 15 minutos y una amaestradora de fieras como tercer miembro de un “equipo reducido”.
¿El resultado? Ya lo veremos. Pero el primer efecto que consigno aquí es, una vez más, el placer de vivir rodando.