Tuvo una vida complicada, a veces terrible, y alcanzó la fama con directores imperecederos, Zurlinni, Visconti, Fellini o Leone para títulos tan contundentes como La chica con la maleta, Rocco y sus hermanos, Ocho y medio, El gatopardo, Hasta que llegó su hora.
También se dio una vuelta por Hollywood, pero sin perseverar. Gracias a esas esporádicas apariciones en la industria estadounidense nos deslumbró en Los profesionales, de Richard Brooks y derrochó esa sonrisa suya en La pantera rosa, de Blake Edwards. Jugó casi en casa participando en una de las que armaba Samuel Bronston en España, El fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway, y se metió en la aventura loca y selvática de Klaus Kinski y Werner Herzog llamada Fitzcarraldo. Deslumbraba en todas. A buena parte de la afición le resultó difícil saber lo bien que actuaba Claudia hasta que el tiempo acabó con aquel físico de ensueño.
De ella podía bastar hasta una imagen fija y magnética: la instantánea para el disco de Bob Dylan, su recuperación de musa en un cartel del Cannes reciente, que no compartía con nadie.
En los pases de tv, ciclos de festival, filmotecas y elecciones a clic de la cinefilia más mitómana seguirá reinando. Eternamente carnal y dulce, nos sonreirá aquella que subrayaba cualquier reparto con solo recomendar la película diciendo: "actúa la Cardinale".
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