lunes, 29 de septiembre de 2025

El cautivo


He demorado mi opinión sobre esta película deliberadamente, esperando que se posase un poco la polvareda, que era previsible y nadie puede hacerse de nuevas. Contaba con ello hasta el último mono, los productores no digamos. Porque lo más significativo de la película, el asunto principal, es la historia de amor de Miguel de Cervantes con el Bajá de Argel y la condición sexual de El cautivo

Para eso le sobraba con los 10 o 12 millones que ha costado hacerla. Pero coincido con la opinión de Albert Vázquez: “Cuando vas a ver Salvar al soldado Ryan, esperas que el tema de la película sea la brutalidad de la guerra y no la diversidad botánica de Normandía”. Las aparentes premisas de Alejandro Amenábar (el cautiverio en aquel Argel, el magnetismo del futuro genio entre los prisioneros gracias a su capacidad fabuladora, los intentos de fuga de grupos liderados por él…), todas sin excepción pintaban estupendas. Pero desde el primer tráiler y las declaraciones promocionales del director quedaba claro que la trama iba más allá. Se recreaba en la “diversidad botánica”, incluso se centraba en ella.

Prejuicios al margen, levantar la liebre sobre las cosucas que se ventilarían carnalmente en el cautiverio argelino del siglo XVI y hacerlo en plan molón (sedoso y bien llevado pelo el del actor, sultán sugerente y tal), con baño árabe incluido y resignadas lágrimas finales del despechado, es una opción cinematográfica legítima, pero con muchas papeletas para mandarlo todo al garete. Así pasa. Primero, porque en el imaginario popular, Cervantes y el Quijote son intocables. Y, se quiera o no, la natural querencia de nuestro cine para apalear los mitos historicistas que huelan a épica española, orgullo de país y esa clase de cosas asociadas (inexplicablemente) a malvada soflama de derechas, entra en juego con el punto de vista del director (más allá de lo sexual), ahondando la trinchera de inclusivos sin matices a un lado y escépticos descarnados y cafeteros al otro. En medio el público, que parece estar un pelín hasta los cojones.

Con Amenábar me pasa (salvando las distancias), como con Ridley Scott: arrancó con tres películas estupendas consecutivas y, tras la inesperada y oscarizada Mar adentro, pasó a dirigir con oficio incontestables películas de gran producción, notable éxito de taquilla y faltas de genio narrativo. “Correctamente grandiosas”, por resumir con cariño. Agora, Regresion y Mientras dure la guerra son así: meritorias como producciones, pero demasiado calculadoras, en cierto modo maniqueas, de pizarra. Menores frente a esas “frívolas intrigas” con las que empezó su carrera. Pura ficción aquellas, de robustos guiones y ejecución firme. Pero ya que hemos llegado a la ficción y al modo de ejecutarla, las partes de El cautivo centradas en el Cervantes fabulador, que son bastantes, lucen más bien birriosas o desacertadas en su representación. Para hacer eso como pedía el verbo del literato y la imaginación de sus oyentes directos hubiesen hecho falta 30 millones más. Por la misma razón, los intentos de fuga, que aquí se reducen a dos, en lo que tienen o debieron tener de acción y riesgo dan algo de penuca.  

Amenábar lo ha gastado todo en un Argel que es al siglo XVI lo que nuestros belenes navideños al Belén del año cero: una imaginería del XIX convertida en convención, a la que sólo añade el “Herodes gay” y unos cuantos efebos en palacio y fuera, que espabilen a Miguel y le hagan sentirse bien con su condición sexual hasta entonces reprimida. De haberle puesto cualquier otro nombre al cautivo, la película se hubiera descargado de la responsabilidad de hacer guiños constantes (y malos) al genio literario del personaje español. Y hubiese ganado en concreción y hondura. En fin, que la trama “homo” es lo único que funciona medianamente, aunque vista con el corazón y la pluma de un director acomodado del siglo XXI. Para mezclar la historia de amantes y el talento de ese particularísimo preso ante otro montón de españoles desesperados hace falta un guion mucho mejor y, a lo que se ve, muchísima más pasta.

Porque el drama principal es que la película, como tal, no funciona. Tiene un ritmo terrible, algunas escenas supuestamente intimistas son interminables, otras se resuelven apresuradamente y ciertos momentos, que deberían ser emocionantes, no lo consiguen en absoluto. Por ejemplo, el reencuentro de Antonio de Sosa (otro cautivo), con su hijo es absolutamente ridículo. O aquel en que los frailes piden ayuda a los muchos amigos que ha hecho Cervantes en Argel, cosa que nos tenemos que tragar sin una sola escena previa mínimamente ilustrativa de esa simpatía o gratitud de los argelinos hacia Cervantes o de comprensión hacia los frailes. Una simpatía y solidaridad, por cierto, muy del XVI entre cristianos y musulmanes, en una ciudad dominada por la crueldad de su Bajá, que no obstante rebosa mercaderes gustosos de propiciar el rescate del favorito de semejante sátrapa, sin importarles lo que les pase. De traca.

O esas otras en que el cautivo se transforma en "Sherezade" contando historias al "sultán", que es quien depura su arte literario enfureciéndose cada vez que Cervantes recurre a un tópico (o encantamiento) para hacer avanzar sus narraciones. También le lee El lazarillo de Tormes, que de paso estaba prohibido por la Inquisición, pero del que Antonio de Sosa tenía un ejemplar en el presidio argelino. De ese, de la obra de Garcilaso y vaya usted a saber de cuántos más, en romance o latín. Que debieron apresarlo con una biblioteca más grande que la de un duque y se la respetaron por ser Miguel Rellán quien sois. ¡Ni que semejara el viejo preso de la prisión de Shawshank repartiendo libros en su carrito!

Y aquí quería yo llegar: Cadena perpetua, otra película de presidiarios, sucede al 90% de su metraje en un escenario único y no aburre ni un solo minuto. Eso es cine (y cine mayúsculo). Los personajes encarnados por Tim Robins y Morgan Freeman hasta hubieran podido ser gays, pues ni tan mal.

Los problemas más graves, insisto, son cinematográficos. Murieron con las botas puestas es una completa patraña sobre Custer y una película magnífica. El cautivo, en cambio, naufraga cinematográficamente, en mi opinión, y eso invita a cebarse en la crítica con las inexactitudes, errores y licencias históricas interesadas. Amenábar, en fin, es mejor "inventor" que "adaptador" o “analista”. En el primer caso se luce como autor de género. En los otros se estrella por falta de ritmo, espectáculo, amenidad. El cine de tesis es un horror. Que se lo digan al último Almodóvar.

En resumen: oportunidad perdida para una buena película romántica, con originalidad en escenario, época y circunstancias. En cuanto a película sobre Cervantes, es triste comprobar que en manos de Amenábar nunca hubo tal oportunidad. Quizá es utópico pensar que la haya, sea quien sea el director.

P.D: En filmafinitty incluyen como guionista al propio Cervantes. ¡Madre mía! ¡Lo que nos queda por ver y por leer!




jueves, 25 de septiembre de 2025

Claudia Cardinale


Tenía una belleza que trascendía el cliché italiano: su carnalidad remataba en dulzura y la voz ronca lo trastocaba todo. 

Tuvo una vida complicada, a veces terrible, y alcanzó la fama con directores imperecederos, Zurlinni, Visconti, Fellini o Leone para títulos tan contundentes como La chica con la maleta, Rocco y sus hermanos, Ocho y medio, El gatopardo, Hasta que llegó su hora

También se dio una vuelta por Hollywood, pero sin perseverar. Gracias a esas esporádicas apariciones en la industria estadounidense nos deslumbró en Los profesionales, de Richard Brooks y derrochó esa sonrisa suya en La pantera rosa, de Blake Edwards. Jugó casi en casa participando en una de las que armaba Samuel Bronston en España, El fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway, y se metió en la aventura loca y selvática de Klaus Kinski y Werner Herzog llamada Fitzcarraldo. Deslumbraba en todas. A buena parte de la afición le resultó difícil saber lo bien que actuaba Claudia hasta que el tiempo acabó con aquel físico de ensueño.

De ella podía bastar hasta una imagen fija y magnética: la instantánea para el disco de Bob Dylan, su recuperación de musa en un cartel del Cannes reciente, que no compartía con nadie.

En los pases de tv, ciclos de festival, filmotecas y elecciones a clic de la cinefilia más mitómana seguirá reinando. Eternamente carnal y dulce, nos sonreirá aquella que subrayaba cualquier reparto con solo recomendar la película diciendo: "actúa la Cardinale".  



viernes, 19 de septiembre de 2025

13 días, 13 noches

Después del super-engrasado, espectacular, global y todopoderoso Hollywood, las industrias cinematográficas que parecen más sólidas y musculadas son las de China (¿qué fue de Japón? su cine ha dejado de llegarnos), la India y Francia.

No parece existir en toda Europa un cine como el francés en lo que se refiere a capacidad de desplegar recursos, para las grandes producciones históricas y para los dramas actuales, por lo general urbanos, febriles y volcados en esa guerra perpetua de barrios, excolonias o países fallidos, irreconciliables y fanatizados.

De estos últimos va esta película con un título que valdría para una de erotismo modernillo. Aunque aquí fija el tiempo que tardó en desmantelarse el Kabul de las embajadas en 2021. Los talibanes volvían a mandar en Afganistán y, ante ese contexto de pánico general, en el que los afganos que habían trabajado para el cuerpo diplomático (y otros muchos) querían salir del país para salvarse de las represalias (o simplemente de la realidad que regresaba como erupción volcánica), la embajada francesa se llenó de civiles y resistió hasta el último instante el traslado de personal y refugiados al aeropuerto.

Una misión de "extracción" de personas hacía la libertad europea de la que Francia puede sacar pecho y lleva al cine con entusiasmo y presupuesto. Aquí no se analizan las culpas geopolíticas de nadie, solo importa que la ciudad va reconvirtiéndose en el infierno que fue y hay que irse cagando leches, con cuantos puedas cargar en los aviones.

El mismo director de las últimas sobre D´Artagnan dirige esta película con sentido del espectáculo, de la angustia, de los espacios y del ritmo. Salvo alguna salida del protagonista (excelente Roschdy Zem) y el último convoy de autobuses, todo sucede en el interior de la instalación francesa, pero no deja de interesar ni un instante. 

No sé lo que ha costado la producción, aunque lucen en ella cada céntimo y cada cautivo. Aménabar puede tomar nota.

miércoles, 17 de septiembre de 2025

Adiós, Robert Redford

Llevaba seis años retirado, pero ayer cuando nos enteramos de su fallecimiento nos parecía que su última aparición en cine era mucho más reciente. 

Empezó su carrera en 1962, encadenando tres papeles olvidables en otros tantos títulos de arqueología, que le sirvieron para conocer a Jane Fonda y a Sidney Pollack. Luego vino La jauría humana compartiendo carisma y atractivo con Brando y ya no se bajó de los primeros puestos en los créditos de su filmografía. Aún quedaban veinte años de cine apasionante en un Estados Unidos autocrítico y magnético. Y luego Redford empezó a dosificarse y a probar retos nuevos, en la industria o fuera de ella.   

Hasta los 65, se dejó envejecer y le sentó bien. Siempre tuvo una mirada inteligente y honda, un modo sincero de interpretar la templanza, la soledad, la preocupación o el compromiso y una sonrisa magnífica, de chaval rubio querido en todo el barrio. Eso, la forma física, ser actor fetiche de Sidney Pollack en un puñado de títulos excelente y empezar en la dirección y Sundance relativamente joven le permitieron un éxito que pocos en Hollywood han igualado.

Después pasó por la cirugía, los ojos lo delataban aunque hubiera esperado tres años para mostrarse de nuevo en la pantalla. Siguió siendo el gran actor que era, pero yo no podía dejar de verle aquella mirada demasiado abierta en la que los papeles ya no estaban a su altura, que eran remedos de películas y personajes mejores interpretados antes de cambiar de milenio. 

En 2001, con sesenta y cinco espléndidos, estrenó Juego de espías, para mí su auténtica despedida. Encarnaba a un veterano de la Cía en la mañana de su jubilación. Se midió en ella con su relevo natural, el aún más guapo aunque menos interesante Brad Pitt. Redford ya había dirigido a Pitt en El río de la vida, así que compartieron cartel sin deslealtades ni perder ninguno un ápice de presencia en escena. 

Siguió en la brecha y aún tuvo tiempo de pasearse por las de superhéroes, exhibir carisma en Cuando todo está perdido (navegando en solitario con 77 años a cuestas), reencontrase con la Fonda y coquetear con Sissy Spacek para irradiar encanto en la tercera edad.   

Ya no quedaban estrellas masculinas de su talla. Había pasado el tiempo. Redford cultivó la amistad de Paul Newman desde el día que se conocieron, en la década de los sesenta, aunque nadie pudo hacerles un guion lo suficientemente bueno después de Dos hombres y un  destino y El golpe, para ver a los guapos de leyenda otra vez juntos en la pantalla, Newman el pícaro, Redford el irritable. 

Newman se fue primero y Redford perdió al mejor amigo que tuvo en la industria. También le precedieron dos de sus hijos, porque el éxito profesional nunca te pone a salvo de esas tragedias. 

Anoche hacía de nuevo calor de verano, pero la gente ya babía bajado al trastero los ventiladores, los pingüinos y los recibos de varios meses de refrigeración, así que no pocos abrieron las ventanas. Sonaba en el aire, llegando de las casas de su legión de admiradoras, la banda sonora de Memorias de África. Todas soñaron alguna vez con que él les enjuagaba el cabello en el descanso de un safari inolvidable.