Tenemos un problema, que antes
podríamos considerar “manriqueño” (cualquier cine pasado fue mejor) y
que ahora se llama guiones IA.
Que los guionistas me perdonen si
estoy despreciando un trabajo que les ha llevado semanas (¿días…?), pero vengo
observando que aterrizan en Netflix cosas cuyo libreto huele a barrido online
de lo ya hecho, para construir en microsegundos historias mil veces contadas,
atiborradísimas de todas las frases tópicas, situaciones previsibles y
emociones testadas que imaginarse puedan. Vamos, que no se imaginan ni falta
que hace: se fusilan combinadas por un motor artificial capaz de darles
coherencia estándar, hablemos de espionaje en pareja o de romanticismo
académico.
En 2024 me topé con El
sindicato, un cliché escandalosamente prefabricado que ponía a Hale
Berry a demostrarnos que sigue estando crujiente con más de cincuenta (la
interpretación de ese papel de espía de baratillo no requiere ni una pizca de
su indiscutible talento). En la peli salía también Mark Wahlberg, otro
actor que ha demostrado su talento en varias ocasiones, pero nunca se ha
caracterizado por hacerle ascos a un producto de lata.
La historia, mil veces vista,
daba sonrojo también al oírla: no desperdiciaba una sola frase hecha. Ya digo,
como si los guionistas (un tal Barton que colecciona varios títulos anteriores
perfectamente olvidables y un tal Guggenheim que firmó en tiempos Bad
Boys 2 y cosas del estilo), hubieran metido cuatro líneas
marco en el Chat GPT y a ver qué sale: “¡Coño, pues como lo nuestro! ¡y en
menos tiempo del que tarda en subir el café! ¿eh, Joe?”
La banda sonora de El
sindicato pinta a que procede del mismo artista, por cierto.
Y luego tenemos la romántica Mi
año en Oxford, de este mismo año en curso, el enésimo fenómeno Netflix
que la red promociona en este momento como la película “de la que todo el mundo
habla”, “que todos ya han visto” (al menos dos veces, añadiría yo para
provocar), “que ninguna otra puede desbancar del número 1 en la plataforma” …
En fin, esa clase de reclamos de mierda repartidos por la red, que a estas
alturas no necesitan ni comprobación ni nada.
¡Con la cantidad de abogados
estadounidenses que antes litigaban indemnizaciones millonarias para usuarios
defraudados por las mentiras de las súper-empresas! O los picapleitos se han
pasado al fentanilo, o cobran por adelantado, o están perdiendo una oportunidad
de oro.
¡Qué película la de la chica norteamericana
en Oxford!, ¡qué encuentro con el profe ligón!, ¡qué acercamiento a la poesía
inglesa!, ¡qué british clasista en el pub!, ¡qué compañero gay tan guay!, ¡qué
amiga poco-agraciada-pero-simpatiquísima, enamorada del que no se entera!
(hasta que convenga, of course), ¡qué padre autoritario al que decepcionar!
En fin, la película es otro
festival de tópicos que ha necesitado hasta cuatro guionistas, de la que solo
sé real la que en su día escribió Otoño en Nueva York, aquella
cosa tremenda de Richard Gere y Winona Ryder. Pues a lo mejor,
ahora que lo pienso, hasta va a resultar que Mi año en Oxford
tiene un guion de verdad y uno se siente ya acosado por la IA sin que ésta
intervenga en todo. Pero lo parece.
Es más, estoy empezando a
preguntarme qué escribiría la dichosa IA si le dijese ahora mismo: “hazme una
entrada de blog sobre la IA en los guiones de Netflix y ponme ejemplos”
¿Saldría esto?
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