Ridley Scott ya no se lee
los guiones.
Coge los cuatro papeles que le
pasan con la escena del día y rueda como el maestro que es desde hace décadas.
Naturalmente, cada escena que va sumando así al cumplimiento del plan de
producción le queda espectacular, intimista, elegante o descarnada según toque,
con una precisión y nivel estético al alcance de muy pocos.
Pero cuando Ridley ya está
rodando la siguiente, hay que unir las escenas de Napoleón con el
libreto como guía para el montador y para el público final, que sigue su
narrativa sentado ante la gran pantalla.
Entonces llega nuestro Waterloo.