Podría decirse, un poco a lo bruto, que Quentin
Tarantino se ha convertido en el Woody Allen de la
violencia y de la crueldad, aunque su éxito de taquilla es infinitamente
superior (serán esas mismas violencia y crueldad las que le otorgan un plus de
beneficio). Pero en términos de cineasta de culto con seguidores
fieles, personaje en sí mismo, rescatador de intérpretes o propulsor de
estrellas encantadas de figurar en el reparto por el diálogo exigente e
ingenioso de sus guiones, Quentin tiene en el cine estadounidense un papel
similar al del judío más famoso de Manhattan, pero con un arma de fuego en cada
mano y superficialidad californiana a paletadas.
Casi nunca importa que donde Woody pone ingenio al servicio
de la profundidad, Quentin lo ponga al servicio de la brillantez sin apenas
fondo, pues las películas de Tarantino son divertidas en extremo, incluso
cuando le salen alambicadas. Eso es cada vez más frecuente porque el de la
mandíbula puntiaguda tiene que lucir tics de genio en cada propuesta y así,
fuera del club de fans, vamos haciéndonos cada vez más escépticos y él cada vez
más cansino.
En Los odiosos ocho, Tarantino se mira
el ombligo durante dos horas largas (larguísimas) y saca la manguera de tomate
al llegar a la tercera, no vaya a ser que el fan se pregunte para qué tanto
rollo si no va a haber ración de muertos marca de la casa.
Lo cierto es que los diálogos son, además de largos en
demasía, descaradamente autocomplacientes, pero menos inspirados que otras
veces, ya que el humor apenas asoma y va muy corto de efecto. La intriga
"teatral" es bastante chorra (y necesita de un tramposo flashback),
los asesinatos presentidos desde el comienzo absolutamente injustificables
salvo por el desmelene que Tarantino adora haga lo que haga. Y, en fin, el
excelente guiño final ya no salva los muebles cuando llega.
A medida que avanza en su filmografía, más claro veo que es
una suerte que este muchacho no haya sido contable o ferretero, porque entonces
tendría ya 200 muertos en el sótano de su casa. En fin, de psiquiatra, más que
de psicoanalista. Y basta con ver a los partidarios como arman su defensa en
las redes, para comprender que a Quentin alguien debería decirle a las claras
un día de estos que con Los odiosos ocho le ha salido un odioso mojón.