lunes, 25 de enero de 2016

Los odiosos ocho



Podría decirse, un poco a lo bruto, que Quentin Tarantino se ha convertido en el Woody Allen de la violencia y de la crueldad, aunque su éxito de taquilla es infinitamente superior (serán esas mismas violencia y crueldad las que le otorgan un plus de beneficio). Pero en términos de cineasta de culto con seguidores fieles, personaje en sí mismo, rescatador de intérpretes o propulsor de estrellas encantadas de figurar en el reparto por el diálogo exigente e ingenioso de sus guiones, Quentin tiene en el cine estadounidense un papel similar al del judío más famoso de Manhattan, pero con un arma de fuego en cada mano y superficialidad californiana a paletadas.

Casi nunca importa que donde Woody pone ingenio al servicio de la profundidad, Quentin lo ponga al servicio de la brillantez sin apenas fondo, pues las películas de Tarantino son divertidas en extremo, incluso cuando le salen alambicadas. Eso es cada vez más frecuente porque el de la mandíbula puntiaguda tiene que lucir tics de genio en cada propuesta y así, fuera del club de fans, vamos haciéndonos cada vez más escépticos y él cada vez más cansino.

En Los odiosos ocho, Tarantino se mira el ombligo durante dos horas largas (larguísimas) y saca la manguera de tomate al llegar a la tercera, no vaya a ser que el fan se pregunte para qué tanto rollo si no va a haber ración de muertos marca de la casa.

Lo cierto es que los diálogos son, además de largos en demasía, descaradamente autocomplacientes, pero menos inspirados que otras veces, ya que el humor apenas asoma y va muy corto de efecto. La intriga "teatral" es bastante chorra (y necesita de un tramposo flashback), los asesinatos presentidos desde el comienzo absolutamente injustificables salvo por el desmelene que Tarantino adora haga lo que haga. Y, en fin, el excelente guiño final ya no salva los muebles cuando llega.

A medida que avanza en su filmografía, más claro veo que es una suerte que este muchacho no haya sido contable o ferretero, porque entonces tendría ya 200 muertos en el sótano de su casa. En fin, de psiquiatra, más que de psicoanalista. Y basta con ver a los partidarios como arman su defensa en las redes, para comprender que a Quentin alguien debería decirle a las claras un día de estos que con Los odiosos ocho le ha salido un odioso mojón.


miércoles, 20 de enero de 2016

Otra aspirante al Goya: Un día perfecto



Un día perfecto tiene ese toque que le gusta al personal, ya sabéis, la etiqueta de elogio máximo que se estila en nuestras plateas: ¨no parece española".

Fernando León, quién lo hubiera dicho, se sacude el barrio obrero del guión con desparpajo y se lleva la "causa" social a un escenario en que sacarle partido sin levantar sospechas.

Aunque la película está ambientada en una guerra civil, trata de la que se libró en la antigua Yugoslavia y la protagonizan Benicio del ToroTim Robbins y así,  ejerciendo de cooperantes entre las ruinas que quedan cuando  se declara la paz en una tierra harta de muertos.

Con estos mimbres, el relato no parece tan "de izquierdas". Quizá el escenario y la situación elegidos (un cadáver emponzoñando el agua de un pozo sin cuerda), ha condicionado la narración, despojándola de discurso y centrándola en los hechos. Le sienta bien al resultado, más fluido y ameno, sin que la barbarie se subraye, porque resulta evidente sin necesidad de ponerla ante la cámara.

Uno se pregunta qué hubiera pasado de ser españoles los cooperantes ¿Se le verían las costuras a la película? ¿Le darían el Goya más fácilmente? No sé.

Lo que si sé es que, partiendo de ese grupo de personajes bien  perfilado, con un oficio tan fértil en acción y drama, Un día perfecto sería el perfecto piloto para una de esas series que tanto gustan, pero que aquí nunca hacemos, vaya usted a saber por qué.


jueves, 14 de enero de 2016

lunes, 4 de enero de 2016

La novia



He visto como primera de 2016 una película que recomendé en el blog hace algunos días, por ser Lorca quien es. Me merece respeto y curiosidad cualquier intento serio de adaptarle al cine español, de un tiempo a esta parte saturado de comedias más o menos afortunadas y previsibles, intrigas más o menos deudoras del modelo gringo, producciones directamente rodadas en inglés o ambientadas en su marco mental, propuestas televisivas con o sin pedigrí y autorías testimoniales e invisibles.

Lorca juega en otra liga, en la que España lo intenta poco desde aquellos espléndidos años ochenta abanderados por Mario Camus, el cineasta capaz de adaptar con talento tremendo autores como GaldósCelaDelibesBarea y el propio Lorca.

La directora Paula Ortiz no es de su escuela. Tampoco es necesario que lo sea, pero el esteticismo enfático tiene menos posibilidades de acertar con lo literario que el clasicismo narrativo de don Mario y el resultado a la vista está. La novia es demasiado deudora del material de oro con el que modela, cuando los metales preciosos están hechos para el artesano laborioso, no para el artista autoconsciente (el más frecuente hoy y el menos auténtico).


El artista aquí debería ser solo Lorca y la directora olvida ese importantísimo detalle. Porque hacer de Lorca visual sobre el Lorca dramaturgo y poeta es imposible y contraproducente. Saura bien lo entendió en su adaptación de Bodas de sangre, igual que Camus en La casa de Bernarda Alba. Paula no ha podido resistirse al subrayado de la intensidad lírica y lo acusa durante todo el metraje.  

Así, la película es visualmente hermosa, pero monótona, y empatizar con ella resulta condenadamente difícil. El maravilloso paisaje de la Capadocia lo pone todo demasiado “iraní”, algo que Lorca, un maestro del ritmo dramático, no aprobaría por muy bonitos que sean la música, la casa, los bailes de boda y el desierto.

Lo del reparto es capítulo aparte: Inma Cuesta nació para el papel, el físico exacto, la mirada ideal, la voz caliente, pero necesitaría otros hombres flanqueándola para que su tormento resulte veraz e  inevitable. Esos hombres duros y carnales que no consiguen serlo en ninguna escena, aunque se peleen o se despeloten.



Los textos de Lorca y las emociones que ponen en juego no están al alcance de cualquiera. Basta con ver y oír a Luisa Gavasa en el papel de la madre del novio, llena de convicción y verdad en todo momento, para saber qué nivel de talento se necesita. Los chicos no lo tienen.

Si además se reserva el recitado más obvio, puro y agradecido, el de Leonardo y la novia finalmente a solas, para mezclarlo en imágenes con un innecesario ñaca ñaca próximo al spot de perfume para el hombre, la cosa tiene malísimo arreglo. Incluso cuando el desenlace que ilustra la mendiga se descubre poderoso y realmente lorquiano. Demasiado tarde.