Después de Invasor, Calparsoro reincide con Combustión y el resultado en pantalla es visualmente igual de aseado, pero mucho peor que el de aquella en términos narrativos.
Las dos pecan de una ausencia de identidad notable, porque podrían suceder en cualquier lugar de patrones occidentales entendidos a la anglosajona manera. En la bélica Invasor olvidando que remite a un telón de fondo -Irak- de enorme calado y que, partiendo de él y aún ciñéndose a una historia "de género", lo que hubiera aportado riqueza y novedad (comercialmente benéficas) a la película, sería encontrar el punto de vista de país en un conflicto contado siempre por los estadounidenses con más o menos sentido crítico sobre el papel de la tropa, los mandos y la población civil.
Invasor recorrió el mismo camino que sus modelos, consiguiendo evitar el agravio comparativo de los presupuestos, pero naufragando en lo esencial: dar alguna respuesta (o especular) sobre qué hacía España allí, cómo lo vivía nuestro ejército, qué política se dictaba, sobre el terreno y al regreso a casa para los profesionales de la guerra. Nada de eso aportó la película, volcada exclusivamente en el misterio versus reivindicación de la verdad. Pero una verdad relativa a una escaramuza como muchas antes vistas e incapaz de elevarse a categoría. Incapaz también, y éste fue su mayor déficit, de aportar información o hipótesis interesantes al espectador español por ser las nuestras. Nuestra información, nuestras hipótesis, nuestro caso, nuestro papel en aquello.
Combustión, ciertamente, es menos ambiciosa por lo acotado e irrelevante de su universo, digamos que es más de género aún. Se mueve en un mundo cerrado de personas en el filo, que obtienen los recursos para sus pasiones de un difuso espacio de clase alta representado por viviendas y eventos sociales caros, donde cazar ingenuos con el gancho de una chavala imponente que encarna Adriana Ugarte con convicción. Hasta aquí bien.
El problema llega en la elección de ingenuos, en especial del ingenuo que completará el triángulo cuyos ángulos rojos sostienen el atractivo jefe de la banda (Alberto Amman) y su chica-cebo. Un ingenuo que lo es y no lo es, alternativamente y a capricho del guionista. Un personaje con el que Alex González hace lo que puede, del que nada sabemos al principio, pero que se comporta de forma insensata nada más comenzar la trama, sin que la información posterior que nos ofrecerán de él justifique esa querencia por el lado salvaje, encoñe aparte.
Ni una conversación con ese amigo invisible (al que emplea de escudo cada vez que desaparece), para manifestar su tedio ante la vida lujosa pero anodina que se le presenta como consorte de la joyera. Ni un pellizco de nostalgia por su pasado automovilístico, ni una mínima sutileza en su deslumbramiento fulminante ante la guapa peligrosa.
Se diría que Calparsoro cuenta con la información que el espectador ya tiene antes de entrar en la sala sobre este tipo de relatos (de nuevo el modelo hollywoodiense de relato), para no molestarse en presentar la propia. Hay unos guapazos que se atraen y eso parece bastar, ya sabemos cómo van estas cosas. Pero ahí radica el error, porque si ya sabemos cómo va esto ¿para qué verlo una vez más? ¿O es que el público de las pelis "combustibles" es como el del cine de artes marciales, que a primera vista parece demandar mínimas variaciones de un patrón único? ¿Acaso la espectacularidad de las carreras, persecuciones y trompos va a marcar la diferencia o el plus, al modo norteamericano? Entonces tendremos que esperar a la sexta secuela de la saga, porque en esta entrega se han quedado cortos de coches, de riesgo y de gasolina.
El eje narrativo de volantazo en volantazo, la acción demasiado limitada, el comportamiento poco sagaz del "malo", la complicidad entre los hombres apuntada con cierto tino, pero mal desarrollada y resuelta... y, sobre todo, la ausencia absoluta de sorpresas, lastran la película hasta griparla.
Hace falta un guión muy habilidoso cuando se cuenta en Madrid lo que normalmente vemos suceder en Detroit, Chicago o las polvorientas carreteras de Nuevo México, para obtener la "suspensión de la realidad" que necesita cualquier película a la hora de funcionar. En las películas del Hollywood actual, digamos que esa suspensión viene de fábrica. En España hay que ganársela conectando el relato con el país en el que sucede, sacudiéndose los clichés norteamericanos de encima, buscando un tono propio para alcanzar la temperatura en la que las pasiones se encienden y las decisiones se toman desde la adicción a la fatalidad tan del cine.
Las dos pecan de una ausencia de identidad notable, porque podrían suceder en cualquier lugar de patrones occidentales entendidos a la anglosajona manera. En la bélica Invasor olvidando que remite a un telón de fondo -Irak- de enorme calado y que, partiendo de él y aún ciñéndose a una historia "de género", lo que hubiera aportado riqueza y novedad (comercialmente benéficas) a la película, sería encontrar el punto de vista de país en un conflicto contado siempre por los estadounidenses con más o menos sentido crítico sobre el papel de la tropa, los mandos y la población civil.
Invasor recorrió el mismo camino que sus modelos, consiguiendo evitar el agravio comparativo de los presupuestos, pero naufragando en lo esencial: dar alguna respuesta (o especular) sobre qué hacía España allí, cómo lo vivía nuestro ejército, qué política se dictaba, sobre el terreno y al regreso a casa para los profesionales de la guerra. Nada de eso aportó la película, volcada exclusivamente en el misterio versus reivindicación de la verdad. Pero una verdad relativa a una escaramuza como muchas antes vistas e incapaz de elevarse a categoría. Incapaz también, y éste fue su mayor déficit, de aportar información o hipótesis interesantes al espectador español por ser las nuestras. Nuestra información, nuestras hipótesis, nuestro caso, nuestro papel en aquello.
Combustión, ciertamente, es menos ambiciosa por lo acotado e irrelevante de su universo, digamos que es más de género aún. Se mueve en un mundo cerrado de personas en el filo, que obtienen los recursos para sus pasiones de un difuso espacio de clase alta representado por viviendas y eventos sociales caros, donde cazar ingenuos con el gancho de una chavala imponente que encarna Adriana Ugarte con convicción. Hasta aquí bien.
El problema llega en la elección de ingenuos, en especial del ingenuo que completará el triángulo cuyos ángulos rojos sostienen el atractivo jefe de la banda (Alberto Amman) y su chica-cebo. Un ingenuo que lo es y no lo es, alternativamente y a capricho del guionista. Un personaje con el que Alex González hace lo que puede, del que nada sabemos al principio, pero que se comporta de forma insensata nada más comenzar la trama, sin que la información posterior que nos ofrecerán de él justifique esa querencia por el lado salvaje, encoñe aparte.
Ni una conversación con ese amigo invisible (al que emplea de escudo cada vez que desaparece), para manifestar su tedio ante la vida lujosa pero anodina que se le presenta como consorte de la joyera. Ni un pellizco de nostalgia por su pasado automovilístico, ni una mínima sutileza en su deslumbramiento fulminante ante la guapa peligrosa.
Se diría que Calparsoro cuenta con la información que el espectador ya tiene antes de entrar en la sala sobre este tipo de relatos (de nuevo el modelo hollywoodiense de relato), para no molestarse en presentar la propia. Hay unos guapazos que se atraen y eso parece bastar, ya sabemos cómo van estas cosas. Pero ahí radica el error, porque si ya sabemos cómo va esto ¿para qué verlo una vez más? ¿O es que el público de las pelis "combustibles" es como el del cine de artes marciales, que a primera vista parece demandar mínimas variaciones de un patrón único? ¿Acaso la espectacularidad de las carreras, persecuciones y trompos va a marcar la diferencia o el plus, al modo norteamericano? Entonces tendremos que esperar a la sexta secuela de la saga, porque en esta entrega se han quedado cortos de coches, de riesgo y de gasolina.
El eje narrativo de volantazo en volantazo, la acción demasiado limitada, el comportamiento poco sagaz del "malo", la complicidad entre los hombres apuntada con cierto tino, pero mal desarrollada y resuelta... y, sobre todo, la ausencia absoluta de sorpresas, lastran la película hasta griparla.
Hace falta un guión muy habilidoso cuando se cuenta en Madrid lo que normalmente vemos suceder en Detroit, Chicago o las polvorientas carreteras de Nuevo México, para obtener la "suspensión de la realidad" que necesita cualquier película a la hora de funcionar. En las películas del Hollywood actual, digamos que esa suspensión viene de fábrica. En España hay que ganársela conectando el relato con el país en el que sucede, sacudiéndose los clichés norteamericanos de encima, buscando un tono propio para alcanzar la temperatura en la que las pasiones se encienden y las decisiones se toman desde la adicción a la fatalidad tan del cine.
Y tan nuestra.