Anoche soñé que volvía a Manderley
Anoche era otra la costa donde se
desataría el drama del cine clásico. Lo presagiaban las mujeres cubiertas e
inmóviles como estatuas al inicio de la película, mirando un mar que decide
cuándo se come y cuándo no en un poblado de buscadores de conchas del México
profundo. El poblado donde vivían Quino, su esposa Juana y su hijo Coyotito
hasta que un humilde alacrán y la Perla del Mundo entraron en sus vidas de
forma irreversible.
Después ya se sabe, encontrar un
tesoro siendo pobre de solemnidad no es una circunstancia fácil de manejar. El
médico que se negó a asistir al niño viene corriendo a atenderle aunque ya no
importe su consejo envenenado, el comerciante de perlas busca atajos para
quedarse con la perla sin pagar una fortuna, los amigos falsos empiezan
invitando a tequila (ahora eres rico) y acaban tirando cuchilladas,… La
fuga se hace inevitable y la cacería también.
La Perla es un
clásico universal de 1947, que surgió a partir de una adaptación literaria de
las que se estilaban en aquella década definitiva para el arte del cine. Una
novela corta del californiano John Steinbeck había tocado el corazón de ese
México que por entonces rodaba, mejor que nadie y con un sentido exacerbado del
lirismo, el mítico director Emilio “Indio” Fernández. Las leyendas cuentan que
el Indio, también actor a ambos lados de la frontera, se había
prendado de Olivia de Havilland y la veía en el papel de Juana
(con aquel blanco y negro salvaje probablemente tuviera razón, aunque María
Elena Marqués luce hermosísima). Pero la coproducción con la RKO no
sirvió para ofrecerle ni siquiera el papel, porque la película que
internacionalizaría a México a través del relato de un gringo, iba a ser tan
auténtica y tan intensa que sólo podía encarnarse por las gentes del país que
retrataba.
La Perla sigue el
curso de la novela que la inspira con una fidelidad sorprendente, se diría que
los minutos avanzan paralelos a las páginas. Por eso es fácil pensar que Emilio
Fernández se limita a exponer con sencillez el relato deSteinbeck cuando,
en realidad, esa sencillez es sólo aparente, como la felicidad de encontrar una
perla en el pueblo más olvidado de México. Basta mirar bien la pantalla para
darse cuenta de que la voluntad de belleza lo impregna todo.
Para quien prefiere no volver de
vez en cuando a Manderley, es probable que esta película monumental parezca
arcaica y enfática. Pero la forma en que Pedro Armendáriz le
libera de la carga de leña y de hijo a María Elena Marqués en
su primera escena compartida es de una perfección plástica que no se ha vuelto
a igualar después del Indio y su insustituible director de
fotografía Gabriel Figueroa. Juntos lideraron la edad de oro del
cine mexicano retratando los cielos, el mar, el campo y las pasiones del pueblo
llano, desatándose siempre en una época sin fechar pero cercana a las
revoluciones que derraman la sangre de los ricos y que nunca ganan los pobres.
Las imágenes de los pescadores y
sus mujeres frente a la mar brava, la contemplación mutua de Quino y Juana en
su choza mientras ella prepara las tortas, el alacrán en la cuerda de la cuna,
el médico alacrán o la inmersión en busca de la perla, llenan la primera mitad
de la película de una potencia estética que se adorna incluso de una fiesta
local de danza, canciones y pólvora. Una fiesta que parece distraernos por un
momento de la esencia del relato, pero que en realidad lo completa al resaltar
el contraste entre la sincera alegría del vecindario humilde y el interés ponzoñoso
de los oportunistas, los avaros y los estafadores.
Todos los personajes, y en
especial los malvados, se retratan en las películas del Indio con
una economía de planos tan eficaz como feroz. Por eso Steinbeck encontró
a un adaptador perfecto en el mexicano (y eso que ya había tenido a Ford para Las
uvas de la ira). No se puede filmar una borrachera de un modo más brutal,
con la mujer deteniéndose ante cada cantina para sentarse en la calle con el
niño en los brazos a esperar a su marido. O con la dignidad de la última
cantinera, que después de conocer la pureza sentimental de Quino arroja la
moneda de la traición a los pies de los ladrones que la invitaron a
engatusarlo.
“La perla nos hará libres”, dice
el pescador de conchas cuando su mujer ya presiente que ese tesoro sólo les
traerá desgracia y el espectador tiene la certeza de que nada saldrá bien. Es
la ley inviolable del drama social de los 40, como en el cine negro al norte de
Río Grande: Quino y Juana tienen que huir con su pequeño y la perla maldita,
mientras dos rastreadores y un único hombre a caballo armado con un rifle van
en su busca, eliminando cualquier obstáculo con la misma concisión y rudeza en
pantalla que en las páginas del californiano.
Con un ritmo denso y dramático
absolutamente inimitable, interpretada al borde del mudo y fotografiada
con el alma,La Perla es la más fatalista de las películas
fatalistas de Fernández y también la más lograda. La que
consigue que toda la riqueza y la maldad de una mansión inglesa como Manderley,
condenada a las llamas, quepa en una pequeña perla arrojada de nuevo a las
aguas de un mar implacable y mexicano.
(Artículo publicado en la revista Culturamas, Mayo 2012)