"No somos dioses, pero somos ingleses que es casi lo mismo"
(Michael Caine en El hombre que pudo reinar)
(Michael Caine en El hombre que pudo reinar)
Desde hace décadas, el cine inglés tiene dos filones que le pertenecen por entero y de los que extrae la mayoría de sus grandes películas recientes: el género de “tragicomedia urbanita post-Thatcher” y el género histórico-nostálgico sobre los tiempos del imperio (preferentemente desde el reinado victoriano hasta Ghandi).
El discurso del rey pertenece a esta última categoría y, como no podía ser de otro modo, cumple con escrúpulo sus tres reglas primordiales: ambientación impecable, libreto fino e interpretaciones arrebatadoramente británicas (incluida la del australiano). Colin Firth, Helena Bonham Carter y Geoffrey Rush aprovechan la ocasión para mostrarnos todo lo que saben de su oficio al interpretar a Jorge VI, su esposa y su logopeda con la ironía controlada que se les presupone a los anglosajones de buena casta.
Y frente a ellos, una Inglaterra dónde su carácter de imperio ha quedado casi en formalismo y una Europa amenazada por la ambición alemana. Y un discurso. Un discurso con el mensaje más difícil que se puede trasladar a una nación, para ser pronunciado por un tartamudo.
Con semejante argumento, la realeza británica como microcosmos dramático y la inteligencia necesaria para aderezar el escenario de familiares y políticos sin abarrotarlo, el director ha construido una bonita historia inglesa al académico modo, de las que pescan premios y gustan al público de todo el mundo. A lo mejor los hermanos Weinstein, productores que parecen también de otra época, tienen algo que ver en lo acertado de la fórmula. Pero al espectador le traerá sin cuidado. Porque ésta es una película de fórmula que no parece de fórmula, sino de emociones.
Emociones inglesas, quién lo iba a decir.
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