miércoles, 28 de julio de 2010

Adivinanza cinéfila de lujo

Excelente animación que encadena cine de todos los tiempos.
Adivina los títulos o, simplemente, disfruta

martes, 27 de julio de 2010

TOY STORY 3: El “toque” Pixar.


No tengo ni idea de cómo trabajan en Pixar la ingente cantidad de horas que deben echarle a cada película que sale de fábrica. A lo mejor aquello es un infierno oculto tras la sonrisa de Lasseter y su núcleo duro, pero me inclino a pensar que desde el gran jefe hasta el último aprendiz -currando todos sin parar, eso sí-, deben pasárselo en grande. Que cuando de un ordenador sale una genialidad de tres segundos, se forma corrillo para verla. Corrillo procedente de otros despachos en cuyos ordenadores se fabrican otros fragmentitos igual de geniales. Porque, aunque esto va a sonar un poco Ken, creo que sólo desde el amor puede concebirse un cine así.

Existe un viejo ejercicio de cinematografía comparada para distinguir los niveles posibles de genio, que tiene como protagonistas a Billy Wilder y Ernst Lubitsch. El método consiste en especular sobre una estupenda secuencia hipotética vista por cada uno de ellos. En la de Wilder, un camión de riego enfila una calle de París con las primeras luces del amanecer. A mitad de la calle, una pareja se besa apasionadamente. El camión llega hasta ellos y los moja al pasar, pero los amantes continúan besándose, abstraídos completamente en su pasión. Es un recurso de guionista hermoso y genial. Ahora veamos que podría hacer Lubitsch con esa misma secuencia: El camión de riego enfila una calle de París con las primeras luces del amanecer. Para su conductor, es final o comienzo de turno, no lo sabemos. Pero algo adormecido por cualquiera de esos dos supuestos, repara no obstante en la pareja que se besa a mitad de la calle. El conductor se acerca a ellos, pero antes de alcanzarles, detiene el riego del camión para no mojarles y, una vez rebasados, vuelve a accionarlo para continuar su trabajo sin que los amantes adviertan nada, abstraídos como están en su pasión. El genio en grado sumo. El toque Lubitsch.

Pues aquí tenemos la diferencia entre todas las grandes películas que se estrenan cada año y las que estrena Pixar: El “toque”.

La última entrega de Toy Story es una explosión de genio absoluto, que obtiene y entrega el máximo en cada línea del guión, en cada personaje, en cada fondo del decorado, en cada objeto, en cada movimiento. Humor, amistad, terror, melancolía,… vida. A un ritmo insuperable y en mágico equilibrio. Todo lo que se le puede pedir al cine cabe en esta película descomunal que pone en evidencia la inutilidad de ciertas sagas demasiado duraderas.

Dicen que en Pixar corren apuestas sobre quien será el primero de sus equipos que la cague. Es la única forma de jugar cuando nadie es capaz de competir en tu liga: Competir contra ti mismo. Hasta el infinito y más allá, claro.

Ni 3D, ni leches. El “toque” Pixar.

lunes, 19 de julio de 2010

Una hora más en Canarias


Decía Peter O´Toole en Mi año favorito: “Morir es fácil, la comedia es difícil”. Necesitas por supuesto buenos comediantes. Y, si ya los tienes, un guión ágil, sorpresivo, que combine bien el romanticismo con el sarcasmo. Pero, sobre todo, un ritmo de hierro que emana de la puesta en escena y del montaje, más que de la música.

La última de las comedias de David Serrano adornadas con números musicales de variada finalidad y acierto, se plantea como una historia fresca y ligera como un tinto de verano, con guapos protagonistas, secundarios de lujo, canciones rescatadas del baúl de los recuerdos y escenarios tinerfeños muy fotogénicos.

En esta ocasión, la historia gana en acentos, porque la película es una coproducción con Colombia y sus protagonistas femeninas, Angie Cepeda y Juana Acosta, le ponen belleza y convicción a sus personajes, dos hermanas con distintas y poco corrientes formas de amar a un Quim Gutiérrez que compone con mucho talento a un pobre diablo. Además, está Eduardo Blanco en el reparto. Un argentino con facilidad para la comedia, la ternura y el sentimentalismo, capaz de cambiar de registro con una fluidez pasmosa.Para completar la galería, Miren Ibarguren, en el papel más descacharrante, el de la novia falsamente “dulce” e ingenua, y el dúo Isabel Ordaz-Kity Manver dando empaque a una madre y una tía atrabiliarias.

Pero algo falla, la gaseosa tiene poca fuerza, la mezcla anda corta de hielo, ha olvidado el toque de vermuth rojo… No sé. Se bebe y refresca (hace tanto calor), pero no acaba de funcionar a pesar de sus incuestionables bazas. Poco ayudan aquí los números de baile, en los que los personajes se pasean sin apenas participar. Y las canciones retro, que intentan contribuir al gag en alguna ocasión, pero entran siempre por la misma banda, lo que apaga rápidamente su éxito.

Al final, todo se reduce a poseer un guión que maneje con equilibrio la colección de buenas ideas que están presentes en él (la mujer que vuela, el falso padre que se cree el papel, la novia kamikaze,…), pero que aquí se encadenan una y otra vez con transiciones/soluciones burdas (esa pelea a platazo limpio, esa detención última) o secuencias demasiado estiradas (en especial las que enfrentan a Angie y Juana en gran parte de la película). El resultado, desigual, decepciona más por lo que pudo haber sido y no fue, que por su efecto refrescante sin más ambición.

El tinto de verano tiene sus riesgos: por algo no figura en los libros de cócteles.

miércoles, 14 de julio de 2010

Puro cine

La noche del domingo echaron una película al estilo del Hollywood más taquillero, la última entrega de una saga de éxito planetario. Como suele suceder en estos casos, trataba de un grupo de jóvenes embarcados en una misión imposible de la que todo el mundo estaba pendiente conteniendo el aliento. Después de anteriores entregas llenas de situaciones resueltas con dramatismo o ligereza, según la receta clásica del cine de aventuras, se encontraban por fin ante la prueba suprema.


El grupo llegaba hasta allí tras pasar por todo eso que forja el carácter a los héroes: Habían tenido heridos en la batalla que se levantaron para seguir luchando con la cabeza vendada o un pañuelo de sangre entre los dientes; el líder estaba en sus horas más bajas, casi conformándose con ver cómo resolvía los momentos decisivos un pistolero más rápido; recibían presiones de los mandos lejanos, sistemáticamente desoídas por el veterano sargento encargado de sacarles de allí vivos y victoriosos,…


Y para poner la taquilla al rojo vivo, el capitán de la misión estaba enamorado contra la opinión de unos influyentes ingleses de moral victoriana, y el tímido del grupo tenía una deuda pendiente con un compañero muerto, el único entre sus amigos que no consiguió acompañarles.


Y con todo eso desplegado sobre la pantalla, se encontraban frente al duelo definitivo. Nadie esperaba que el guionista tirase de un recurso tan fácil como el de los malos malísimos para subrayar la emoción y el dramatismo del desenlace, pero así fue. Ante al grupo de simpáticos protagonistas que salían airosos de cada reto con sufrimiento y principios, se desplegó un enemigo furibundo incapaz de luchar caballerosamente. Como mandan los cánones, los malos de la película tenían tras ellos un apoyo más numeroso tiñendo con sus insignias las laderas que circundaban el campo de batalla. Y eran realmente duros. Habían llegado para vencer, fuese como fuese. Con recursos del último cine (copiados a Peckinpah), en el que la cámara lenta se ocupa de estilizar las escenas de mayor violencia, se sucedieron los choques desiguales que facilitan la indignación del espectador. Y también los momentos de alto riesgo en los que parece que los nuestros están perdidos, si no fuera porque el capitán y el sargento saben perfectamente lo que se traen entre manos.


Para el desenlace, el pistolero veloz se ha quedado sin balas. Los que le cubren han recibido demasiada metralla, aunque siguen en pie (¡¡¡que imagen la de la patada en el pecho, parecía otra exageración de guionista...!!!). Y entonces, el líder sale de su marasmo, ve a los dos compañeros capaces de aprovechar la última oportunidad y les pasa el testigo con las pocas fuerzas que le quedan. Antes de derrumbarse sobre la hierba, quizá tiene tiempo suficiente para abrazar la certeza de que no se ha equivocado: Los dos elegidos hacen lo que han venido a hacer y el tímido remata la secuencia acertando el disparo de la victoria y homenajeando a su amigo ante las pantallas de todo el mundo.


Los malos han perdido, ponen cara de malos que han perdido, y el capitán llora y besa a su chica, mientras el sargento veterano sonríe al fin discretamente, con la elegancia del zorro viejo, sus muchachos se arrebatan de euforia y el público puesto en pie aplaude rabiosamente.


Todo tan tópico, pero también tan maravilloso, que arrasa en taquilla y en los corazones de la cinefilia metafórica que vibra con la película del fútbol. Fue el domingo 11 de julio, en la final del Mundial 2010. Ganó España, con paradas de Casillas y gol de Iniesta. El sargento Del Bosque, como un personaje de Ford, sacó de allí a sus muchachos vivos y victoriosos.

Recomiendo la película como la mejor que he visto del género.


domingo, 11 de julio de 2010

Madres e hijas


Rodrigo García es un tipo atrayente. Se ha recortado el apellido para no agobiar ni agobiarse y firma con un García sin Márquez. Además, se tomó su tiempo curtiéndose en la televisión y haciéndolo con olfato para participar en las series que han renovado las ficciones americanas, llevándolas a una dimensión nueva de calidad y hondura.

Después se pasó discretamente al cine y consiguió, quién sabe cómo, libertad para trabajar en una industria donde sus propuestas no se estilan mucho. Su objetivo parece ser la búsqueda de la sencillez dramática, mediante historias cotidianas y elegantes. Así le salieron Cosas que diría con sólo mirarla y Nueve vidas, protagonizadas por algunas de las actrices más técnicas de Hollywood. Y en esa línea parece plantearse Madres e hijas, con un arranque prodigioso que dibuja al personaje central en tres planos de un minuto escaso.

Las historias de Annete Bening, que por un desliz adolescente se convierte en una mujer comida por la amargura, y de la hija sin madre encarnada por Naomi Watts (exhibiendo una irresistible coraza de seguridad en sí misma), discurren suavemente por momentos no demasiado vistos ni demasiado originales, contadas en paralelo y apoyadas en personajes masculinos un poco accesorios, pero sensatos y creíbles. Todo ello, muy de agradecer. Pero al director parece que le sabe a poco y añade una tercera madre/hija en el guión, la más convencional, la mujer estéril que quiere adoptar.

Los errores de la película, aunque tolerables, nacen de esa decisión del García guionista. Y a pesar de que Kerry Washington defiende su papel al nivel de las otras dos –y no lo tiene fácil-, la cosa empieza a oler a Iñarritu, que no en balde es productor de la película. Pero ni Iñarritu es García ni García Iñarritu. Y así, el tramo final de la película fluctúa entre la casualidad trágica enervante y el destino dulcemente previsible de la última hija.

García sigue siendo elegante, pero ha renunciado a su sencillez.