La noche del domingo echaron una película al estilo del Hollywood más taquillero, la última entrega de una saga de éxito planetario. Como suele suceder en estos casos, trataba de un grupo de jóvenes embarcados en una misión imposible de la que todo el mundo estaba pendiente conteniendo el aliento. Después de anteriores entregas llenas de situaciones resueltas con dramatismo o ligereza, según la receta clásica del cine de aventuras, se encontraban por fin ante la prueba suprema.
El grupo llegaba hasta allí tras pasar por todo eso que forja el carácter a los héroes: Habían tenido heridos en la batalla que se levantaron para seguir luchando con la cabeza vendada o un pañuelo de sangre entre los dientes; el líder estaba en sus horas más bajas, casi conformándose con ver cómo resolvía los momentos decisivos un pistolero más rápido; recibían presiones de los mandos lejanos, sistemáticamente desoídas por el veterano sargento encargado de sacarles de allí vivos y victoriosos,…
Y para poner la taquilla al rojo vivo, el capitán de la misión estaba enamorado contra la opinión de unos influyentes ingleses de moral victoriana, y el tímido del grupo tenía una deuda pendiente con un compañero muerto, el único entre sus amigos que no consiguió acompañarles.
Y con todo eso desplegado sobre la pantalla, se encontraban frente al duelo definitivo. Nadie esperaba que el guionista tirase de un recurso tan fácil como el de los malos malísimos para subrayar la emoción y el dramatismo del desenlace, pero así fue. Ante al grupo de simpáticos protagonistas que salían airosos de cada reto con sufrimiento y principios, se desplegó un enemigo furibundo incapaz de luchar caballerosamente. Como mandan los cánones, los malos de la película tenían tras ellos un apoyo más numeroso tiñendo con sus insignias las laderas que circundaban el campo de batalla. Y eran realmente duros. Habían llegado para vencer, fuese como fuese. Con recursos del último cine (copiados a Peckinpah), en el que la cámara lenta se ocupa de estilizar las escenas de mayor violencia, se sucedieron los choques desiguales que facilitan la indignación del espectador. Y también los momentos de alto riesgo en los que parece que los nuestros están perdidos, si no fuera porque el capitán y el sargento saben perfectamente lo que se traen entre manos.
Para el desenlace, el pistolero veloz se ha quedado sin balas. Los que le cubren han recibido demasiada metralla, aunque siguen en pie (¡¡¡que imagen la de la patada en el pecho, parecía otra exageración de guionista...!!!). Y entonces, el líder sale de su marasmo, ve a los dos compañeros capaces de aprovechar la última oportunidad y les pasa el testigo con las pocas fuerzas que le quedan. Antes de derrumbarse sobre la hierba, quizá tiene tiempo suficiente para abrazar la certeza de que no se ha equivocado: Los dos elegidos hacen lo que han venido a hacer y el tímido remata la secuencia acertando el disparo de la victoria y homenajeando a su amigo ante las pantallas de todo el mundo.
Los malos han perdido, ponen cara de malos que han perdido, y el capitán llora y besa a su chica, mientras el sargento veterano sonríe al fin discretamente, con la elegancia del zorro viejo, sus muchachos se arrebatan de euforia y el público puesto en pie aplaude rabiosamente.
Todo tan tópico, pero también tan maravilloso, que arrasa en taquilla y en los corazones de la cinefilia metafórica que vibra con la película del fútbol. Fue el domingo 11 de julio, en la final del Mundial 2010. Ganó España, con paradas de Casillas y gol de Iniesta. El sargento Del Bosque, como un personaje de Ford, sacó de allí a sus muchachos vivos y victoriosos.
Recomiendo la película como la mejor que he visto del género.