jueves, 27 de junio de 2019

Hollywood y nosotros


Se avecina Rambo V
Stallone está mayor, pero sabe lo que se hace y los números le van a cuadrar.
En ésta, que va a tener estopa a cascaporro, participan intérpretes españoles. 

Sergio Peris Mencheta hace de "malo latin", en esa línea que estila hace tiempo de rellenar repartos en Francia y Estados Unidos por un dinero que aquí (donde no ha tenido suerte con los protagónicos), ni se puede soñar, mientras vuelca su talento en la dirección de obras teatrales para el mercado patrio. Aunque si alguien quiere ver su capacidad como actor, basta el trabajo de 18 comidas.

Oscar Jaenada no se pierde una, aunque sea de "malo latin 2". Misma línea, pero habitualmente con menos metraje que el que ha obtenido en Hollywood Jordi Mollá como sempiterno narco segundón que despachan en el segundo rollo. Por este procedimiento, que también supongo rentable, el cuando menos trilingüe Jaenada (actor muy talentoso, dicho sea de paso), se ha colado en La fría luz del día, Piratas del Caribe 4 o esta nueva de Rambo.

Paz Vega interpreta a una reportera que está cubriendo el comercio de drogas con México. A priori, parece un avance. Ya no es la novieta del narco, la criada de la casa o la esposa abnegada y decorativa. Quiso ser la alternativa a Pe, pero Hollywood sólo admite una española exótica y guapa por generación, darling. Paz necesita ser bien dirigida (veáse Los amantes pasajeros de Almodóvar, donde está soberbia en una película desastrosa), y esa dirección sutil de actriz no verá la luz en ésta.

Antes, pero también recientemente, se pasearon por el extrarradio hollywoodiense Luis Tosar (para narco de Corrupción en Miami), o Alex González haciendo de mutante mudo en una de los X-men

Vaya, igualito que se estila por aquí cuando contratamos actores angloparlantes, para películas que la primera medida que toman es mutar en angloparlantes, que las estrellas del cartel no pueden actuar chapurreando una idioma que no sea el materno..

En la imagen, la fracción de segundo dedicada a los nuestros en el trailer de Rambo V

Y luego hay gente que sigue empeñada en que lo que hizo Banderas primero y Bardem y Cruz después carece de mérito.

martes, 25 de junio de 2019

Toy Story 4


La cuarta, y nadie sabe si última entrega, es deliciosa como las tres anteriores, espectacular en su técnica (parece imposible llegar más lejos) y con un puñado de personajes bien dibujados, entrañables, viejos compañeros de viajes jugueteros de todos nosotros.

Parte, por descontado, de un guión hábil, muy divertido y, lo que es marca de la saga, con sus bien traídos dilemas morales entre juguetes.

Hasta ahí, nada que objetar. Vuelves a acompañarlos en sus aventuras y disfrutas como un mico.

Pero al salir del cine, tres espectadores de diferentes edades y sexos, todos fans, nos preguntábamos qué necesidad había de esta número 4, más allá de la exhibición pixariana y la caja de taquilla y merchandising.

Con un final tan redondo, perfecto, hermoso, demoledor en su nostalgia, como tenía la tercera, para qué seguir estirando el arriesgado y dulce modo de vida de la pandilla toy.  Ya nos hemos deslumbrado en anteriores entregas con los rescates asombrosos, las vidas más allá del propio niño, la lealtad a machamartillo de Woody, los juguetes resentidos o desubicados,… Todo lo conocemos, aunque ahora haya un primer día de clase, un parque de atracciones, una tienda de antigüedades, una caravana y algunos juguetes nuevos.

Precisamente, el gran hallazgo de Toy Story 4 es un no-juguete, un juguete “a la fuerza”, un pequeño “monstruo de Frankenstein” en el que la pequeña Bonnie es el doctor, inventora infantil sin ansias de grandeza.

Lo demás, muy disfrutable, son zapatos viejos: los que más cómodos nos van, a los que más cariño tenemos, pero que acaban suscitando el también clásico “¡a ver si cambias de zapatos!”


viernes, 14 de junio de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 10



HAMBRE EN PANTALLA

El único superviviente de la patrulla de caballería que se adelanta a reconocer el terreno suele volver con una flecha en la espalda, pide un sorbo de agua antes de nombrar la tribu que le ha hecho el roto y enseguida entrega el equipo. Es un caso paradigmático. Pero, por lo general, el que vuelve de un arriesgado período de privaciones lo que pide es comer aunque sea un mendrugo de pan, una patata retiesa o un boniato crudo y mal lavado. 

El hambre plasmado en el cine vive de estas ansiedades.

La filmografía alrededor de la guerra (excepción, como ya queda dicho, de las guerras indias), ha sido un filón para la hambruna. Los suministros lanzados desde el aire (a veces se quedan en papeletas de propaganda triunfalista o cruces de hierro), el rancho de trinchera (sopa aguada), los banquetes simulados durante los permisos (siempre queda una buena añada en la bodega si la propina o la recomendación son idóneas), las apreturas en retaguardia para avituallarse (esas lentejas de Las bicicletas son para el verano), ... No hay mejor escenario que la guerra para comer lo inapropiado y con las manos, salvo en Alaska la suela de zapato de los quiméricos buscadores de oro, con Charlot a la cabeza. 

La comicidad de aquel no es replicable. El hambre es por naturaleza dramático, como la sed. Y si se combinan, no digamos: es difícil superar una escena como la de la familia judía deportada hacia los campos en El pianista de Polanski, compartiendo un simple –y único- caramelo a falta de agua y cualquier alimento. Impresiona también la impotencia del protagonista algo después, tratando de abrir la única lata de conservas que queda entre las ruinas de Varsovia. 

Si avanzamos hacia los apocalípticos escenarios del futuro de tiendas de alimentación saqueadas, almacenes vigilados como tesoros y regreso torpe y difícil a la caza mayor susceptible de asarse pinchada sobre la lumbre, comprenderemos que la supervivencia pivota en todo momento sobre la posibilidad de saciar el apetito. Tom Hanks ya nos ha mostrado lo difícil que puede ser partir un coco. Por poquito no renuncia y le llama Wilson.

Luego está la tentación, claro, que corre pegada al hambre. Un banquete señuelo espera al explorador de maldiciones, solitario o acompañado de un segundo demasiado glotón que coge algo apetitoso de la mesa y se lo lleva a la boca con la misma inconsciencia que Hänsel. Para el caso, nos vale una niña de posguerra perdida en El laberinto del fauno.

El hambre es mala compañera de correrías, sea cual sea el guión. Que se lo digan a los fugados de todo penal estadounidense, que además de birlarse unas camisas a cuadros oportunamente tendidas al sol buscan un pan de molde, una mazorca o un jamón cocido que llevarse bajo el brazo o devorar en plena huida. Hay un cierto matiz malvado cuando se tiene que llenar el buche en Estados Unidos, seas convicto o chaval fuera de casa: el hambre nunca va a mayores. Encontrarás, para hurtar fácilmente, una puerta de mosquitera abierta a la cocina, o te recibirá una familia con un plato de más a la hora de la cena. Estamos en la “tierra de promisión”, friends. Ni siquiera Ford en Las uvas de la ira, la obra definitiva sobre la Gran Depresión, retrataría en ella el Hambre.

Eso queda para el cine europeo, el neorrealista y los otros. De todos ellos, con escenas realmente logradas de penuria o redención alimentaria de la misma, me quedo con el momento en el que, durante El viaje a ninguna parte, Laura del Sol le confiesa a José Sacristán que tiene hambre. Él cree que se refiere a un malestar circunstancial, hasta que Laura le aclara que “padece” hambre.

No es lo mismo. Es la enfermedad del hambre que ninguno de los que vemos hoy y aquí cine de sala hemos conocido jamás y que las películas del primer mundo te hacían olvidar un par de horas en tiempos bastante peores que éste.

Ahora, como entonces, ninguna secuencia le gana en autenticidad a la que se monta alrededor de una comida civilizada como ejemplo de dignidad que se recupera. Aunque después no puedas pagar la consumición opípara, o la noche amenazante vuelva a rodear el refugio donde un ser querido preparó un delicioso guiso y lo sirvió en los últimos platos de porcelana.