Antes incluso de poner el pie
en ella, existen muchos modos distintos de vivir New York: imaginando, por
ejemplo, una cita romántica en la terraza del Empire State, en la que Cary
Grant esperó sin éxito a Deborah Kerr, o mirando aún más arriba, a la aguja del
edificio de la que se agarró King Kong mientras espantaba avionetas como moscas
cojoneras.
Chasqueando los dedos entre
la calle 34 y la 57 y desde la 8ª avenida hasta el río Hudson, con el cuello de
la cazadora levantado, como en los tiempos en que las disputas entre
puertorriqueños e irlandeses podían convertir un drama de Shakespeare en un
musical de Broadway, o mirando la Estatua de la Libertad desde el ferry, como hacen
las secretarias de Staten Island que se dirigen hacia la zona financiera de Manhattan.
Regalando un libro de E. E.
Cummings adquirido en la Pageant Book
and Print Shop a un amor imposible, o rescatando el carrito de un recién nacido en
las escalinatas de la Estación Gran Central. Buscando
un banco con vistas al puente de Queensboro para ver salir el
nuevo día al más puro estilo Allen, o
tomando un capuccino en el Caffe
Reggio, como los tomaba Vito cuando solo hablaba en siciliano.
Soñando con una
“noche de la cresta” en el Soho o con una jukebox en la que tengan una canción
de Peggy Lee; huyendo del edifico de las Naciones Unidas o llevando a una rubia
con falda liviana hasta la rejilla del metro en
la esquina
noroeste de Lexinton Ave. con la calle 52.
Yendo a comprar tabaco a la Compañía Cigarrera en la calle tercera con la
séptima avenida de Brooklyn, o abriendo una boca de riego en el caluroso
Harlem. Fingiendo un orgasmo en Katz’s Delicatessen o dándole al
masoquismo en el Chelsea Hotel. Travistiéndose de Tootsie para una cita laboral
en The Russian Tea Room, del
Midtown, o cogiendo una buena borrachera a Dry Martinis con aceituna del pub Emerald Inn, en pleno Upper West Side.
Invitándola a ver La Bohème
al Metropolitan (fila de los mancos), o alquilando un pisazo demoníaco en el edifico
Dakota, frente a Central Park. Patinando en el Rockefeller Center o tirando con
escopetas de feria en Coney Island.
Una vez allí, sea cual
sea tu plan, vayas a donde vayas, la sombra de Hollywood te animará o te
aguará la fiesta. Subirás al metro en el que se han jugado la vida Bruce Willis, Al Pacino y Superman. Entrarás en la
juguetería F.A.O
Schwartz buscando
el piano que Tom
Hanks tocaba
con los pies. Te cruzarás con la elegante sombra de Gordon Gekko por los pasillos
de Wall Street. Verás el reflejo
de Audrey Hepburn en el escaparate
de Tiffany´s. La imaginarás
susurrando Moon
River en cada escalera de incendios.
Pero al final te darás
cuenta de que todas esas referencias se quedan cortas, pues no hay personaje
más fascinante en Nueva York que la ciudad misma y cada imagen
que captes en ella podría ser la película americana de tu propia vida.