Un apartamento vacío, un cincuentón desgarrado, una esposa muerta, una pijita kamikaze, un novio irritante, y París.
Cuatro talentos demoledores en acción: Bernardo Bertolucci, Vittorio Storaro, Gato Barbieri y Marlon Brando para la película europea más legendaria de los 70.
Irrepetible.
No sólo porque la pareja sin nombre no se pueda reinventar con otros rostros, otras voces y otros cuerpos. Fundamentalmente, es porque no hay cojones.
Hace cinco años que se fue una de las pocas estrellas internacionales legendarias que ha tenido el cine español en el siglo XX.
Recuerdo el In memoriam de los Oscar de ese año (que corresponde siempre al año anterior): Se olvidaron de ella sin que nadie lo comentase.
Había hecho tres películas en Hollywood y cocinado huevos fritos para todos los que contaban entonces en el negocio (Brando, Garbo, Gable, Dean, Sinatra, Fonda, Liz Taylor, Hitchcock), después de ser una imprescindible del cine mexicano en su mejor época y antes de convertirse en la actriz española cuya sola presencia garantizaba el éxito de melodramas y musicales que no envejecieron bien.
A pesar de ello, su popularidad fuera de España fue colosal. En el Festival de Venecia, al que acudió acompañando a Anthony Mann (él estrenaba película, ella no), causó tal revuelo que al director no le ponía atención ni Dios y recomendaron a la actriz quedarse en el hotel para que la promoción funcionase. En Francia hubo estrenos que se pospusieron (incluyendo uno de Brigitte Bardot en su apogeo o El puente sobre el río Kwai de Lean) para no competir con títulos protagonizados por la manchega.
Y cuando expuse un retrato suyo en el Instituto Cervantes de Moscú, junto a ilustraciones de Bogart, John Wayne, Ava Gardner, Faye Dunaway, Connery, De Niro o Eastwood, pocos reconocieron a las estrellas norteamericanas a las que no habían tenido ocasión de admirar hasta que Rusia dejó de ser la URSS.
Pero todos, ABSOLUTAMENTE TODOS, identificaron a Sara.
Nuestra indómita.
Su década prodigiosa fue del 65
al 75 del siglo pasado. Antes y después tuvo tiempo de más de lo bueno, pero
fue ese periodo el que lo encumbró a la quintaesencia de lo cool. Corría que se
las pelaba, levantaba esposas a los magnates aún a riesgo de reventar su
carrera, vestía como ninguno, interpretaba bien, sonreía hacia el sol con mucha
clase. Y tenía un carácter endiablado.
Todo eso da igual, basta con
verle coger una escopeta de carril y cerrarle el camino a quien toca, antes de
continuar La Huida.
Peckimpah le dio algunos de sus
mejores papeles, claro, pero no fue el único.
Cuando veo disparando a un actor
estadounidense del nuevo milenio, echo de menos a Steve.
Anna y Renzo, Sophia y Marcelo.
Una pareja eterna. Un cine grande en Europa. Un descapotable italiano. Un sol
mediterráneo. ¿Para qué más motivos?
John Wayne era un conservador
irredento, pero a los amantes del buen cine (con un ideario u otro), nunca nos
importó gran cosa. Cuentan que una vez se cruzó con Paul Newman en un comedor
de los Estudios y le dijo al de los ojos azules, militante demócrata: “tus
cosas en la política van mal ¿eh, Paul?”. Newman le contestó: “¿cómo demonios
van a ir, si los mejores están en el otro bando?”. En fin, que había admiración
antes que sectarismo. Newman también llegó muy alto (ya era una estrella cuando
le tiró el piropo al de Iowa), pero conocía de sobra la talla profesional de
Wayne. Negarle méritos era estar ciego.
El gigante “feo, fuerte y formal”, como
pidió que le describieran en su lápida mortuoria, fue actor favorito de Ford y
eso le permitió protagonizar un puñado de obras maestras. Eso y su talento, por
supuesto. La diligencia, Hombres intrépidos, Fort Apache, Tres padrinos, La
legión invencible, Río Grande, El hombre tranquilo, Centauros del desierto,
Escrito bajo el sol, Misión de audaces, El hombre que mató a Liberty Valance…
Menuda lista. Pero la podemos enriquecer con las joyas que hizo para Howard
Hawks: Río Rojo, Río Bravo, El Dorado, Hatari. Y el regalo oscarizado de Henry
Hataway, Valor de Ley. En la mayoría de ellas, Wayne hizo de pistolero o cowboy
de western, con o sin estrella, hasta la casi identificación del actor con el
género. Pero basta el momento irlandés frente a la chimenea, abrazando a
Maureen O´Hara con los ojos fijos en el fuego, para saber lo que un gran actor es
capaz de expresar, aún sin revólver.
Pues eso, amigos: un recuerdo
desde aquí para el Duque, y para la actriz que más le quiso, dentro y fuera de
la pantalla, la pelirroja Maureen.