Dos premisas estupendas:
La primera, reunir a Jane Fonda y Robert Redford casi 40
años después de El jinete eléctrico y 50 ya desde Descalzos por el parque.
La segunda, un arranque de auténtico impacto con la
proposición de ella, en medio de la noche de un vecindario plácido donde la
gente se muere de vieja.
A partir de ahí, fluye una película agradable que no se mete en
ningún charco. Ese es el reproche más evidente al guión, todo es tranquilo,
pausado, confortable, incluidos los hijos con trauma y el nieto enganchado al móvil
hasta que descubre el tren eléctrico, las mascotas y las fogatas.
Redford y Fonda, dos leyendas vivas con azarosa pero
incontestable carrera, llenan la pantalla en esta película de realización plana
y bonita fotografía. Por eso, desperdiciar las posibilidades de ese otoño
jodido-pero-contento, en manos de estos dos intérpretes, se hace más visible y deprimente. Nos hemos quedado sin saber de qué se puede hablar durante la noche a cierta edad, más allá de lo tópico, cuando estás frente a alguien a quien no tienes nada que esconder.
El humor hubiese elevado la película. El humor de barrio con
los colegas de café, el humor a costa del sexo a ciertas edades, el humor ante los recuerdos dulces o amargos, el humor entre
padre postizo e hijo encabronado,…
Mientras veía esta película, me venían a la memoria aquellos chispeantes diálogos de El próximo año a la misma hora, en la que Ellen Burstyn y Alan Alda envejecen de cita en cita, y lo que se cuentan de ellos mismos y sus parejas ausentes. O aquel momentazo en Memorias de África
en el que el marido de Meryl Streep, al coincidir con el amante Redford en el
porche de la granja de ella, le decía picajoso: “Podías haber pedido permiso”.
Redford contestaba entonces con naturalidad desarmante: “Lo hice. Y ella me lo dio”.
A eso es a lo que me refiero.
Con todo, la película es como ya he dicho, agradable. En especial para mi
madre, contemporánea de Redford.