Podríamos decir que en esta película de Pablo Trapero sale otro Gotham, donde luchan contra el mal otros Gordon y Batman, y donde bascula entre la valentía y la tentación otra Catwoman hermosa y desesperada. Los tres son al final tan heroicos y entregados como es necesario en una película sobre el caos, aunque lo son con menos recursos que en la versión Nolan, claro, porque esto es un Gotham de Sudamérica.
La principal diferencia entre uno y otro caos, sin embargo, no es el origen geográfico, ni el grado de realismo ni las identidades públicas o secretas. La diferencia es que aquí el mal no tiene identidad exacta. A pesar de que la película argentina tiene a sus propios narcos con sus correspondientes guardias personales, y de que se disputen el territorio a balazos, la guerra que se libra no es contra su influencia sobre la población, aunque la tengan, sino contra algo menos visible y fácil de atacar: el olvido.
Siempre es más sencillo enfrentarse a un Bane con su tropa de mercenarios si es él quien pone en jaque a la ciudadanía y a su prosperidad. Pero en la villa del Elefante blanco no hay prosperidad que perder, incluso podríamos decir que ni siquiera hay ciudadanos, porque es necesario tener derecho a algo más que las cargas policiales para considerarse ciudadano en una ciudad del siglo XXI.
Por eso, en este Gotham del suburbio bonaerense, necesitan de una asistente social que se pasea por la Villa sin descanso recordando a todo el mundo sus derechos y la forma de ejercerlos. Además de unos sacerdotes con pelotas que tratan de mantener la esperanza en un lugar infinitamente más terrible que la cárcel de La liga de las sombras. Un lugar pegado a la gran ciudad, pero olvidado por los gobiernos, la sociedad y el sistema. Con reglas propias y terribles, puesto que las reglas que deberían establecerse con la presencia de escuelas, hospitales, comisarias e hipermercados nunca llegarán hasta aquí. Un lugar lleno de barro, paredes de chapa, electricidad pirateada, laboratorios de paco, y edificios en ruinas tristemente habitados. Un lugar que es una bomba en sí mismo y que estalla cada día. Un lugar del que ni el mismísimo Bruce Wayne sería capaz de escapar.
No pretendo establecer comparaciones demasiado profundas entre El caballero oscuro y el Elefante blanco en términos cinematográficos, aunque las dos películas comparten ciertos desajustes de guión y una solvencia técnica fuera de duda. Pero de la distancia moral entre una película y la otra, y de su éxito, podría extraerse más de una conclusión desazonadora.
En cuanto a la capacidad de los actores argentinos tampoco hace falta comentar nada nuevo. Darín no es Christian Bale.