Viggo Mortensen escribe, dirige y protagoniza este western, regular comparado con los de los maestros vivos o muertos, pero notable en medio de los casposos refritos de todo género que hoy se perpetran en Hollywood.
Allí triunfa ya el término "contenidos", imponiéndose a aquel mágico "películas". Es decir, que importan más las plataformas que los estudios y en las plataformas no se produce Cine, a las plataformas "se les echa de comer" contenido. Más allá, aplastado contra su diván, está el espectador-televidente-híbrido, saltando de streaming en streaming, huroneando cuánto dura lo que ve, avanzando, retrocediendo, parando, abandonando... Un poco como se hizo con el VHS en su declive; aunque nadie alquilaba una película en VHS (¿Beta, viejos?) o la compraba para no verla entera por mala que pintase. Con el DVD hasta nos tragábamos las escenas eliminadas de Alien resurrection, con lo prescindible que era toda ella,
Pero vamos de la fábrica de sueños a la de pesadillas y luego ya veremos, el fin del mundo lo dirá.
En fin, volvamos a Mortensen, sin meternos -os lo ruego- en politiqueos aleatorios, agotadores y hasta previsibles ¿A quién no le cae bien Viggo? vamos a empezar por ahí. ¡Si le cae bien hasta al blandito de David Trueba, a quien le levantó la esposa! Momento chisme: hablamos de Ariadna Gil, antaño la sonrisa más enloquecedora de nuestro cine y suponemos que ahora sonriente en privado (suerte tienes, truhan).
Aunque compartía graneros amish con Harrison Ford y Alexander Godunov en la ochentera maravilla de Peter Weir titulada Único testigo, lo cierto es que Viggo triunfó a lo mundial ya mayorcete, con 43 años. Entonces supimos que hablaba perfectamente inglés, español, danés y francés, que además era fotógrafo, poeta, editor y fan de Los santos inocentes, de Mario Camus.
Administró bien esa fama tardía en los años posteriores a Aragorn, aún en la primera década del 2000, rodando como actor ya protagónico Océanos de fuego, Una historia de violencia, Alatriste, Promesas del este, Good, Appaloosa, La carretera... y acertando en la década siguiente con títulos tan distintos como Las dos caras de enero, Capitán fantastic o The green book. Se dio además el capricho de rodar una película hispano-argentina (sus segundas tierras afectivas) como Todos tenemos un plan y dirigir Falling en 2020, película que le salió bastante buena y que además escribió.
Viggo, aparte de polifacético, guapo y buen actor, es un tipo listo. Escribe bien sin inventar el agua caliente. Parte de ese agua que ya calentaron otros y trabaja en los terrenos que le son más afines: la emoción, la reflexión, el diálogo... el actor.
Así pasa en Hasta el fin del mundo. La historia western que sostiene a los actores y, en especial, a la soberbia Vicky Krieaps, no es nada del otro mundo, ni del fin del mundo ni del principio del western. Mortensen la arma con oficio y poquísima originalidad y la usa para fijarse en algo mejor que unos caciques ambiciosos, un hijo de perra mimado y loco, una guerra en sordina, un pequeñuelo inocente, un ranchito humilde o una taberna con pianista y bronca. Lo que aquí importa de verdad son ellos, Vivienne y Olsen enamorándose, respetándose, equivocándose, reencontrándose y ayudándose a vivir y a morir.
Ahí se nota a un director con talento, olfato fotográfico, sensibilidad para la atmósfera emocional de los protas. Es entonces cuando la película vuela y uno se quedaría en ella hasta el fin del mundo. ""De éste, sí", como dice Viggo.
Bien, a ver si le dejan hacer otra.
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