Si Jaime de Armiñán
hubiese llegado a tener una segunda esposa -mucho más joven- y una primera -de
su quinta- rencorosilla a la norteamericana manera, pareciendo pongamos por caso un Woody Allen de Madrid, es muy probable que le
hubieran dado un disgusto con turba dispuesta a su desuelle. Demasiadas
películas sobre amores heterodoxos, y todas tan bien hechas, tan convincentes,
tan de verdad: Mi querida señorita (el hombre que se creía mujer,
ante la criada adorable), Nunca es tarde (un joven José Luis
Gómez y su vecina setentona), El nido (ese viejo Alteiro y esa
jovencísima Torrent), Al otro lado del túnel (Fernando Rey
y Maribel Verdú en su esplendidez de los veintitantos)… En fin, y le
gustaban los toros o, al menos, entendía a los toreros. Un tipo curioso, que
además se apuntaba a proyectos de José María Forqué, Luis Lucía, Chicho
Ibáñez Serrador o Forges. Capaz de convertir a los generales en niños
gamberros de escuela y a un profesor ilustre en esclavo. De hacer cosas para
estrellas de la canción. Amigo de grandes de todo pelaje, opinión y trayectoria,
gente de la talla de Rabal, Fernán Gómez, la Velasco, Pilar Miró, Lina
Morgan. A salvo de cancelaciones y linchamientos como por milagro, porque el talento ya no basta para escapar a la picota.
En fin, a eso se le llama heterodoxia de la buena. Falleció hace poco más de una semana, a los 97. Se retiró a los 80. Estamos esperando el ciclo en TVE (jojo juju).
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