Hace mucho tiempo, cuando Ryan estaba
en ese parón crítico desde sus últimos títulos de los ochenta hasta la
reaparición como secundario, ya mediada la década siguiente, mis hermanos y yo
zascandileábamos entre Madrid y Zaragoza, motivados por la belleza y simpatía
de tres amigas mañas que merecerían película independiente.
En aquel entonces, los títulos mayores de Ryan formaban parte del pasado, porque cuando tienes poco más de veinte años, todo lo que se remonte a quince o veinte atrás es casi arqueología.
Arqueología eran así, que Ryan me
perdone, el exitoso y lacrimógeno pastel de Love Story, que lo
convirtió en estrella; la estupenda Dos hombres contra el Oeste,
del gran Blake Edwards; la descacharrante ¿Qué me pasa, doctor?,
en la que Peter Bogdanovich reinventaba nada menos que La fiera de
mi niña; el ejercicio cool de El ladrón que vino a cenar
(mi favorita de las suyas, quizá por la presencia de Jacqueline Bisset);
tres obras maestras seguidas como son Luna de papel (de
Bogdanovich), Barry Lyndon (de Kubrick) y Nickeodeon
(otra vez Bogdanovich). Todo eso en apenas seis vertiginosos años, allá por los
70 del siglo pasado.
Luego Ryan protagonizó otras películas, pero el cine que terminaba esa década y emprendía la de los 80 se reinventaba para nuevos y muy juveniles públicos, él no estaba en los repartos que conectaban y la estrella de O´Neal comenzó a apagarse. Se consoló convirtiéndose en el “compañero sentimental” de Farrah Fawcett, no era mal consuelo.
En fin, que para aquella velada
en Zaragoza, a principios de los noventa, reconocerle en una película tenía
cierto mérito. Más aún con una cogorza mínimamente encubierta durante la cena
que nos ofrecieron los padres de dos de nuestras amigas mañas. En la sobremesa,
me aferré como pude a la película que ponían en la tele, mientras la madre me
contaba sobre las chicas cosas muy variadas que naturalmente no recuerdo.
En la tele ponían una de las suyas, creo que una de las últimas interpretaciones significadas que hizo, la de Los hombres duros no bailan. La película era de la Cannon, la dirección del escritor de la novela (otro error, por muy Norman Mailer que seas), la Rossellini estaba demasiado joven y en fin, Ryan sufría ya unas ojeras profundas bajo una mirada amarga. Su deliciosa ingenuidad expresiva había desaparecido.
Pero lo reconocí. Me dio tanta
alegría que lo dije en voz alta interrumpiendo la perorata de nuestra
anfitriona:
“¡Es Ryan O´Neal!”
La señora de la casa, que era una
auténtica señora, no me estrelló la tele en la cabeza, simplemente se levantó y
fue animando al resto a que saliésemos a dar otra vuelta por la plaza del Pilar y el parque del Batallador.
Hace tanto tiempo que no voy a
Zaragoza como el que llevo sin ver una peli de O ´Neal. Hasta he llegado tarde
a su entierro. Adiós, ladrón ajedrecista.
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